Vivimos en una época en que unos políticos que no saben ni quieren pactar. Al intentar alcanzar un gobierno sin repartir el poder, niegan la política y se limitan a recubrir con palabras ásperas una inconcreta voluntad de sumar con los mismos a los que se desprecian.
Se habla mucho de corrupción política y pensamos únicamente en lo que ocurre cuando los intereses privados y los cargos públicos fabrican una forma u otra de delito, pero corrupción política es también la quiebra premeditada y consciente de las expectativas generadas, a partir de justificaciones que prescinden de la inteligencia del público y aterrizan en esa zona gris donde la falacia y el capricho levantan muros verbales de tipo recursivo.
La política ininteligible se consume a sí misma como un juego exclusivo para iniciados a los que –con pesar y con irritación– asignamos la gestión de unas esperanzas modestas que se diluyen en astucias de medio pelo.
Comparecen en el hemiciclo, en los pasillos o allí donde ven un micrófono conscientes de que necesitan ser lo bastante ambiguos para dejar abiertas todas las puertas. Los discursos se centran en nuevos repertorios de posibles reformas susceptibles de ser impunemente incumplidas. Igual que el salario mínimo de 900 euros o la ley de Dependencia. La tentación de oficializar por decreto promesas imposibles es perenne y, algo fructificar nunca las llamadas a la responsabilidad y al sentido de Estado, cada vez más gente siente la tentación de no asistir a las próximas votaciones o si lo hace, dar un voto de castigo a estos inútiles que parece que van al Parlamento a hacer lo mismo que aquellos malos estudiantes que iban al colegio a calentar la silla mientras se aseguraban la paga de fin de mes.
Tal vez deberíamos aprender algo del sistema holandés: ningún partido ha conseguido nunca la mitad de los votos, pero siempre han logrado ponerse de acuerdo y gobernar en coalición. La figura del “informateur” ha ayudado.
Lluis Amiguet en La Vanguardia explica como lo consiguió el "Informateur holandés":
“Empecé por los principios: pregunté a los dirigentes por qué estaban en política, y respondieron uno tras otro que para servir a los ciudadanos; después redacté propuestas concretas extraídas de los programas de los tres partidos. Los políticos señalaban sus diferencias, y yo proponía modos de conciliarlas”. Pero no se habló de nombres y cargos hasta que se dio por redactado el programa de gobierno, y fueron elegidos según su idoneidad para ejecutarlo”.
Que a España le iría bien una institución parecida lo dice Wijffels y lo repiten en Bruselas.
Tal vez se podría pedir a algún “padre de la Constitución” que tomara la responsabilidad de actuar como “informateur”. Algo así como un “relator-notario-mediador”.
Ya se que estas figuras no están bien vistas por los soberbios, altivos y testosterónicos políticos españoles, pero…
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