César Molinas, ex directivo de Merrill Lynch, publicará en 2013 un libro titulado “¿Qué hacer con España?”. El artículo que transcribo más abajo, corresponde a uno de sus capítulos.
Para los que no aguanten la lectura de un artículo de más de 5000 palabras, pese a que vale mucho la pena leerlo, (no es preciso hacerlo de un tirón y sin parpadear), he resaltado algunas frases y he añadido algunos comentarios.
Aunque es muy difícil arreglar la situación política actual en España, hay muchas soluciones si se tiene voluntad de buscarlas. Dialogando y consensuando posturas.
Si nos peleamos todos por “matices” y solo apoyamos las ideas que nos son afines al 100%, nunca conseguiremos nada.
La única forma de cambiar algo, es hacerlo unidos. La técnica del “divide y vencerás” la aplican las élites dirigentes o poderosas desde muy antiguo. Todo el mundo lo sabe y aún sabiéndolo, parece que no sabemos vacunarnos contra ella.
El artículo de César Molinas pasa revista a la historia reciente de la política española y diagnostica que los políticos (al menos los que han tenido relevancia en el gobierno del estado) son responsables en gran manera de los "males" actuales que padece nuestra sociedad y un cambio en la Ley electoral que nos dotara de un sistema electoral más adecuado, ayudaría a sanear y "prescindir" en cierto modo, de la lamentable cúpula política que tenemos actualmente. Por supuesto a los “nuevos políticos” habría que vacunarlos contra la “corrupción”, pero esto ya será tema de otro artículo.
Espero disfrutéis con la lectura de este largo y os enriquezcáis con su contenido y meditando lo expuesto..
©JAS2012
En este artículo propongo una teoría de la clase política
española para argumentar la necesidad imperiosa y urgente de cambiar nuestro
sistema electoral para adoptar un sistema mayoritario.
La teoría se refiere al comportamiento de un colectivo y,
por tanto, no admite interpretaciones en términos de comportamientos
individuales.
En estas teorías siempre son sesgadas porque no se puede considerar de la misma clase al Presidente del Gobierno o “altos cargos de confianza” –con sus posibilidades económicas derivadas del cargo sumadas a las de su actividad privada – y al concejal del pueblo más pequeño de España o al militante de base, que quizá esté en paro y sin sueldo. Siempre hay excepciones, y cuantas más hay, mas se equivoca uno generalizando. Seguro que hay políticos honrados e incorruptos (más cuanto más bajo están en la escala del poder), pero ¿Cómo son y cómo actúan los políticos de la cumbre?
¿Por qué una teoría?
Por dos razones. En primer lugar porque una teoría, si es
buena, permite conectar sucesos aparentemente inconexos y explicar sucesos
aparentemente inexplicables. Es decir, dar sentido a cosas que antes no lo
tenían. Y, en segundo lugar, porque de una buena teoría pueden extraerse
predicciones útiles sobre lo que ocurrirá en el futuro. Empezando por lo
primero, una buena teoría de la clase política española debería explicar, por
lo menos, los siguientes puntos:
1. ¿Cómo es posible que, tras cinco años de iniciada la
crisis, ningún partido político tenga un diagnóstico coherente de lo que le
está pasando a España?
2. ¿Cómo es posible que ningún partido político tenga una
estrategia o un plan a largo plazo creíble para sacar a España de la crisis?
¿Cómo es posible que la clase política española parezca genéticamente incapaz
de planificar?
La planificación de la economía que proponen partidos y organizaciones que en estos 35 años no han tenido posibilidad de gobernar España choca contra al libre mercado que promulgan y al que han dado alas PP y PSOE (al igual que, si pudieran, lo harían UPyD y los nuevos inventos que orbitan los grandes partidos), por lo que por supuesto que existe una estrategia creíble a largo plazo: planificación de la economía, banca supervisada, reindustrialización, etc. ”¿Cómo es posible que ninguno de los grandes partidos políticos con la mayoría de la representación parlamentaria tenga una estrategia o un plan a largo plazo creíble para sacar a España de la crisis fuera del neoliberalismo? ¿Cómo es posible que la casta política representada por PP y PSOE parezca genéticamente incapaz de planificar?”. Seguramente porque si planificasen mutarían en algo que va en contra de los intereses personales de las castas que viven a sus expensas, que lo mismo promueven la privatización de una empresa que una vez dejado el cargo aceptan un puesto de consejero en ella.
3. ¿Cómo es posible que la clase política española sea
incapaz de ser ejemplar? ¿Cómo es posible que nadie haya pedido disculpas?
4. ¿Cómo es posible que la estrategia de futuro más obvia
para España -la mejora de la educación, el fomento de la innovación, el
desarrollo y el emprendimiento y el apoyo a la investigación- sea no ya
ignorada, sino masacrada con recortes por los partidos políticos mayoritarios?
La clase política
española forma una élite extractiva porqué ha desarrollado en las últimas
décadas un interés particular, sostenido por un sistema de captura de rentas,
que se sitúa por encima del interés general de la nación.
Los políticos españoles son los principales responsables de
la burbuja inmobiliaria, del colapso de las cajas de ahorro, de la burbuja de
las energías renovables y de la burbuja de las infraestructuras innecesarias.
Estos procesos han llevado a España a los rescates europeos, resistidos de
forma numantina por nuestra clase política porque obligan a hacer reformas que
erosionan su interés particular.
Una reforma legal que implantase un sistema electoral
mayoritario provocaría que los cargos electos fuesen responsables ante sus
votantes en vez de serlo ante la cúpula de su partido, que al estar todos
pringados no se auto-exigen ninguna responsabilidad. Esta reforma daría un
vuelco muy positivo a la democracia española y facilitaría el proceso de
reforma estructural.
Hay diferencias entre los políticos de la transición, llamados “hombres de Estado” y esto, principalmente PP, PSOE y sus sucursales en las autonomías históricas, están desmontando el Estado y montándose sus parcelas de poder y sus chiringuitos personales. Sin embargo, aquella mal llamada “Transición”, se realizó sin que, en esencia, el poder cambiara de manos y además se efectuó con la tutela de EEUU y de su agencia de inteligencia para que lo que quienes más activamente habían luchado contra la dictadura durante 40 años, sindicalistas y militantes (comunistas principalmente) no tuviesen influencia importante en el nuevo régimen. La cuestión no es baladí, puesto que el peso político y el poder real que habían adquirido quienes lucharon contra el franquismo fue apartado de un plumazo por los políticos que comenzaron a constituirse como la “casta” que hoy nos malgobierna..
Los políticos de la Transición tenían procedencias muy
diversas: unos venían del franquismo, otros del exilio y otros estaban en la
oposición ilegal del interior. No tenían ni espíritu de gremio ni un interés
particular como colectivo. Muchos de ellos no se veían a sí mismos como políticos
profesionales y, de hecho, muchos no lo fueron nunca. Estos políticos tomaron
dos decisiones trascendentales que dieron forma a la clase política que les
sucedió. La primera fue adoptar un sistema electoral proporcional corregido,
con listas electorales cerradas y bloqueadas. El objetivo era consolidar el
sistema de partidos políticos fortaleciendo el poder interno de sus dirigentes,
algo que entonces, en el marco de una democracia incipiente y dubitativa,
parecía razonable. La segunda decisión, cuyo éxito se condicionaba al de la
primera, fue descentralizar fuertemente el Estado, adoptando la versión café para todos del Estado de las autonomías. Los peligros de
una descentralización excesiva, que eran evidentes, se debían conjurar a partir
del papel vertebrador que tendrían los grandes partidos políticos nacionales,
cohesionados por el fuerte poder de sus cúpulas. El plan, por aquel entonces,
parecía sensato.
Pero lo que creó al monstruo no fue el plan, que no era
malo, sino su implementación.
Por una serie de imponderables, a la joven democracia
española se le acabó implantando una clase política profesional que rápidamente
devino disfuncional y monstruosa. Matt Taibbi, en su célebre artículo de 2009
en Rolling Stone sobre Goldman
Sachs “La gran máquina americana de hacer burbujas” comparaba
al banco de inversión con un gran calamar vampiro abrazado a la cara de la
humanidad que va creando una burbuja tras otra para succionar de ellas todo el
dinero posible. Más adelante propondré un símil parecido para la actual clase
política española, pero antes conviene analizar cuáles han sido los cuatro
imponderables que han acabado generando a nuestro monstruo.
En primer lugar, el sistema electoral proporcional, con
listas cerradas y bloqueadas, ha creado una clase política profesional muy
distinta de la que protagonizó la Transición. Desde hace ya tiempo, los
cachorros de las juventudes de los diversos partidos políticos acceden a las
listas electorales y a otras prebendas por el exclusivo mérito de fidelidad a
las cúpulas. Este sistema ha terminado por convertir a los partidos en
estancias cerradas llenas de gente en las que, a pesar de lo cargado de la
atmósfera, nadie se atreve a abrir las ventanas. No pasa el aire, no fluyen las
ideas, y casi nadie en la habitación tiene un conocimiento personal directo de
la sociedad civil o de la economía real. La política y sus aledaños se han
convertido en un modus
vivendi que
alterna cargos oficiales con enchufes en empresas, fundaciones y organismos
públicos y, también en empresas privadas reguladas que dependen del BOE para prosperar.
En segundo lugar, la descentralización del Estado, que
comenzó a principios de los 80, fue mucho más allá de lo que era imaginable
cuando se aprobó la Constitución. Como señala Enric Juliana en su reciente
libro Modesta
España, el Estado
de las autonomías inicialmente previsto, que presumía una descentralización
controlada de “arriba a abajo”, se vio rápidamente desbordado por un movimiento
de “abajo a arriba” liderado por élites locales que, al grito de “¡no vamos a
ser menos!”, acabó imponiendo la versión de café para
todos del Estado
autonómico.
¿Quiénes eran y qué querían estas élites locales?
Es fácil imaginar que los beneficiarios de los sistemas
clientelares y caciquiles implantados en la España de provincias desde 1833,
miraban al nuevo régimen democrático con preocupación e incertidumbre, lo que
les pudo llevar, en muchos casos, a apuntarse a “cambiarlo todo para que todo
siga igual” y a ponerse en cabeza de la manifestación descentralizadora. Como
resultante de estas fuerzas, se produjo un crecimiento vertiginoso de las
Administraciones Públicas: 17 administraciones y gobiernos autonómicos, 17
parlamentos y miles -literalmente miles- de nuevas empresas y organismos
públicos territoriales cuyo objetivo último en muchos casos, era generar
nóminas y dietas. En ausencia de procedimientos establecidos para seleccionar
plantillas, los políticos colocaron en las nuevas administraciones y organismos
a deudos, familiares y camaradas, lo que llevó a una estructura clientelar y
politizada de las administraciones territoriales que era inimaginable cuando se
diseñó la Constitución. A partir de una Administración hipertrofiada, la nueva
clase política se había asegurado un sistema de captura de rentas -es decir un
sistema que no crea riqueza nueva, sino que se apodera de la ya creada por
otros- por cuyas alcantarillas circulaba la financiación de los partidos.
En tercer lugar, llegó la gran sorpresa. El poder dentro de
los partidos políticos se descentralizó a un ritmo todavía más rápido que las
Administraciones Públicas. La idea de que la España autonómica podía ser
vertebrada por los dos grandes partidos mayoritarios saltó hecha añicos cuando
los llamados barones territoriales adquirieron bases de poder de “abajo a
arriba” y se convirtieron, en la mejor tradición del conde de Warwick, en los
hacedores de reyes de sus respectivos partidos. En este imprevisto contexto, se
aceleró la descentralización del control y la supervisión de las Cajas de
Ahorro. Las comunidades autónomas se apresuraron a aprobar sus propias leyes de
Cajas y, una vez asegurado su control, poblaron los consejos de administración
y cargos directivos con políticos, sindicalistas, amigos y compinches. Por si
esto fuera poco, las Cajas tuteladas por los gobiernos autonómicos hicieron
proliferar empresas, organismos y fundaciones filiales, en muchas ocasiones sin
objetivos claros aparte del de generar más dietas y más nóminas.
Y en cuarto lugar, aunque la lista podría prolongarse, la
clase política española se ha dedicado a colonizar ámbitos que no son propios
de la política como, por ejemplo y sin ánimo de ser exhaustivo, el Tribunal
Constitucional, el Consejo General del Poder Judicial, el Banco de España, la
CNMV, los reguladores sectoriales de energía y telecomunicaciones, la Comisión
de la Competencia… El sistema democrático y el Estado de derecho necesitan que
estos organismos, que son los encargados de aplicar la Ley, sean independientes.
La politización a la que han sido sometidos ha terminado con su independencia,
provocando una profunda deslegitimación de estas instituciones y un severo
deterioro de nuestro sistema político.
Al tiempo que invadía ámbitos ajenos, la política española
abandonaba el ámbito que le es propio: el Parlamento. El Congreso de los Diputados
no es solo el lugar donde se elaboran las leyes; es también la institución que
debe exigir la rendición de cuentas. Esta función del Parlamento, esencial en
cualquier democracia, ha desaparecido por completo de la vida política española
desde hace muchos años. La quiebra de Bankia, escenificada en la pantomima
grotesca de las comparecencias parlamentarias del pasado mes de julio, es sólo
el último de una larga serie de casos que el Congreso de los Diputados ha
decidido tratar como si fuesen catástrofes naturales, como un terremoto, por
ejemplo, en el que aunque haya víctimas no hay responsables. No debería sorprender,
desde esta perspectiva, que los diputados no frecuenten la Carrera de San Jerónimo:
hay allí muy poco que hacer.
Las burbujas
Los cuatro procesos descritos en los párrafos anteriores han
conformado un sistema político en el que las
instituciones están, en el mal sentido de la palabra, excesivamente politizadas y en el que nadie acaba siendo responsable de
sus actos porque nunca se exige en serio rendición de cuentas. Nadie dentro
del sistema pone en cuestión los mecanismos de capturas de rentas que
constituyen el interés particular de la clase política española. Este es el
contexto en el que se desarrollaron no sólo la burbuja inmobiliaria y el saqueo
y quiebra de la gran mayoría de las Cajas de Ahorro, sino también otras
“catástrofes naturales”, otros “actos de Dios”, a cuya generación tan adictos
son nuestros políticos. Porque, como el gran calamar de Taibbi, la clase
política española genera burbujas de manera compulsiva. Y lo hace no tanto por
ignorancia o por incompetencia como porque en todas ellas captura rentas.
Hagamos, sin pretensión alguna de exhaustividad, un brevísimo repaso de las
principales tropelías impunes de las últimas dos décadas: la burbuja
inmobiliaria, las Cajas de Ahorro, las energías renovables y las nuevas
autopistas de peaje.
La burbuja inmobiliaria española
La burbuja inmobiliaria española fue, en términos relativos,
la mayor de las tres que estuvieron en el origen de la actual crisis global,
siendo las otras dos la estadounidense y la irlandesa. No hay duda de que, como
las demás, estuvo alimentada por los bajos tipos de interés y por los
desequilibrios macroeconómicos a escala mundial. Pero, dicho esto, al contrario
de lo que sucede en EE UU, las
decisiones sobre qué se construye y dónde se construye en España se toman en el
ámbito político. Aquí no se puede hablar de pecados por omisión, de olvido
del principio de que los gestores públicos deben gestionar como diligentes
padres de familia. No. En España la
clase política ha inflado la burbuja inmobiliaria por acción directa, no por
omisión ni por olvido. Los planes
urbanísticos se fraguan en complejas y opacas negociaciones de las que,
además de nuevas construcciones, surgen
la financiación de los partidos políticos y numerosas fortunas personales,
tanto entre los recalificados como entre los recalificadores. Por si el poder
de los políticos –decidir el qué y el dónde- no fuese suficiente, la
transmisión del control de las Cajas de Ahorro a las comunidades autónomas
añadió a los dos anteriores el poder de decisión sobre el quién, es decir, el
poder de decisión sobre quién tenía financiación de la Caja de turno para
ponerse a construir. Esto supuso un salto cualitativo en la capacidad de
captura de rentas de la clase política española, acercándola todavía más a la
estrategia del calamar vampiro de Taibbi. Primero se infla la burbuja, a
continuación se capturan todas las rentas posibles y, por último, a la que la
burbuja pincha… ¡ahí queda eso! El panorama, cinco años después del pinchazo de
la burbuja, no puede ser más desolador. La economía española no crecerá durante
muchos años más y las Cajas de Ahorro han desaparecido, la gran mayoría por
insolvencia o quiebra técnica. ¡Ahí queda eso!
Las otras dos burbujas son resultado de la peculiar
simbiosis de nuestra clase política con el “capitalismo castizo”, es decir, con
el capitalismo español que vive del favor del Boletín
Oficial del Estado.
Burbuja de las energías renovables
La burbuja de las energías renovables en España representa
un 2% del PIB mundial y está pagando el 15% del total global de las primas a
las energías renovables. Este dislate, presentado en su día como una apuesta
por situarse en la vanguardia de la lucha contra el cambio climático, es un
sinsentido que España no se puede permitir. Pero estas primas generan muchas
rentas y prebendas capturadas por la clase política y, también hay que decirlo,
mucho fraude y mucha corrupción a todos los niveles de la política y de la
Administración. Para financiar las primas, las empresas y familias españolas
pagan la electricidad más cara de Europa, lo que supone una grave merma de
competitividad para nuestra economía. A pesar de esos precios exagerados, y de
que la generación eléctrica tiene un exceso de capacidad de más del 30%, el
sistema eléctrico español ostenta un déficit tarifario de varios miles de
millones de euros al año y más de 24.000 millones de deuda acumulada que nadie
sabe cómo pagar. La burbuja de las renovables ha pinchado y… ¡ahí queda eso!
También es verdad que es una decisión social el consumir energías limpias y más seguras y en España tenemos mucho sol y viento para aprovecharlo sin necesidad de las corruptas "primas".
La burbuja de las infraestructuras innecesarias
La última burbuja que traeré a colación, aunque la lista es
más larga (fútbol, televisiones…), es la formada por las innumerables
infraestructuras innecesarias construidas en las últimas dos décadas a costes astronómicos para beneficio de
constructores y perjuicio de contribuyentes. Uno de los casos más
chirriantes es el de las autopistas radiales de Madrid, pero hay muchísimos
más. Las radiales, que pretendían descongestionar los accesos a Madrid, se
diseñaron y construyeron haciendo dejación de principios muy importantes de
prudencia y buena administración. Para empezar, se hicieron unas previsiones
temerarias del tráfico que dichas autopistas iban a tener. En la actualidad el
tráfico no supera el 30% de lo previsto. Y no es por la crisis: en los años del
boom tampoco había tráfico. A continuación ¿incomprensiblemente? el Gobierno
permitió que los constructores y los concesionarios fuesen, esencialmente, los
mismos. Esto es un disparate, porque al disfrazarse los constructores de
concesionarios mediante unas sociedades con muy poco capital y mucha deuda, se
facilitaba que pasara lo que acabó pasando: los constructores cobraron de las
concesionarias por construir las autopistas y, al constatarse que no había
tráfico, amenazaron con dejarlas quebrar. Los principales acreedores eran ¡oh
sorpresa! las Cajas de Ahorro. Los más de 3.000 millones de deuda nadie sabe
cómo pagarlos y acabarán recayendo sobre el contribuyente.
La teoría
Termino aquí la parte descriptiva de este artículo en la que
he resumido unos pocos “hechos estilizados” que considero representativos del
comportamiento colectivo, no necesariamente individual, y esto es importante
recordarlo, de los políticos españoles. Paso ahora a formular una teoría de la
clase política española como grupo de interés.
El enunciado de la teoría es muy simple. La clase política
española no sólo se ha constituido en un grupo de interés particular, como los
controladores aéreos, por poner un ejemplo, sino que ha dado un paso más,
consolidándose como una élite extractiva caracterizada por:
- "Tener un sistema de captura de rentas que permite, sin crear riqueza nueva, detraer rentas de la mayoría de la población en beneficio propio".
- "Tener el poder suficiente para impedir un sistema institucional inclusivo, es decir, un sistema que distribuya el poder político y económico de manera amplia, que respete el Estado de derecho y las reglas del mercado libre. Dicho de otro modo, tener el poder suficiente para condicionar el funcionamiento de una sociedad abierta -en el sentido de Popper- u optimista -en el sentido de Deutsch".
- "Abominar la 'destrucción creativa', que caracteriza al capitalismo más dinámico. En palabras de Schumpeter "la destrucción creativa es la revolución incesante de la estructura económica desde dentro, continuamente destruyendo lo antiguo y creando lo nuevo". Este proceso de destrucción creativa es el rasgo esencial del capitalismo.”Una élite extractiva abomina, además, cualquier proceso innovador lo suficientemente amplio como para acabar creando nuevos núcleos de poder económico, social o político".
La clase política española, como élite extractiva, no puede
tener un diagnóstico razonable de la crisis. Han sido sus mecanismos de captura
de rentas los que la han provocado y eso, claro está, no lo pueden decir.
Cierto, hay una crisis económica y financiera global, pero eso no explica seis
millones de parados, un sistema financiero parcialmente quebrado y un sector
público que no puede hacer frente a sus compromisos de pago. La clase política
española tiene que defender, como está haciendo de manera unánime, que la
crisis es un acto de Dios, algo que viene de fuera, imprevisible por naturaleza
y ante lo cual sólo cabe la resignación.
La clase política española, como élite extractiva, no puede
tener otra estrategia de salida de la crisis distinta a la de esperar que
escampe la tormenta. Cualquier plan a largo plazo, para ser creíble, tiene que
incluir el desmantelamiento, por lo menos en parte, de los mecanismos de
captura de rentas de los que se beneficia. Y eso, por supuesto, no se plantea.
¿Pidieron perdón los controladores aéreos por sus desmanes?
No, porque consideran que defendían su interés particular. ¿Alguien ha oído alguna disculpa de algún político por la situación en
la que está España? No, ni la oirá,
por la misma razón que los controladores. ¿Cómo es que, como medida
ejemplarizante, no se ha planteado en serio la abolición del Senado, de las
diputaciones, la reducción del número de ayuntamientos…? Pues porque, caídas
las Cajas de Ahorro -y ante las dificultades
presentes para generar nuevas burbujas- la defensa de las rentas capturadas
restantes se lleva a ultranza. ¡Con todo el descaro y sin ápice de vergüenza!
Tal y como establece la teoría de las élites extractivas, los partidos políticos españoles comparten
un gran desprecio por la educación, una fuerte animadversión por la innovación
y el emprendimiento y una hostilidad total hacia la ciencia y la investigación.
De la educación sólo parece interesarles el adoctrinamiento: las estridentes
peleas sobre la Educación para la Ciudadanía contrastan con el silencio espeso
que envuelve las cuestiones verdaderamente relevantes como, por ejemplo, el
elevadísimo fracaso escolar o los lamentables resultados en los informes PISA.
La innovación y el emprendimiento languidecen en el marco de regulaciones disuasorias
y fiscalidades punitivas sin que ningún partido se tome en serio la necesidad
de cambiarlas. Y el gasto en investigación científica, concebido como suntuario
de manera casi unánime, se ha recortado con especial saña sin que ni un solo
político relevante haya protestado por un disparate que compromete más que
ningún otro el futuro de los españoles.
La teoría de las élites extractivas, por lo visto hasta
aquí, parece dar sentido a bastantes rasgos llamativos del comportamiento de la
clase política española. Veamos qué nos dice sobre el futuro.
La predicción
La crisis ha acentuado el conflicto entre el interés
particular de la clase política española y el interés general de España. Las
reformas necesarias para permanecer en el euro chocan frontalmente con los
mecanismos de captura de rentas que sostienen dicho interés particular. Por una
parte, la estabilidad presupuestaria va a requerir una reducción estructural
del gasto de las Administraciones públicas superior a los 50 millardos de
euros, un 5% del PIB. Esto no puede conseguirse con más recortes coyunturales:
hacen falta reformas en profundidad que, de momento, están inéditas. Se tiene
que reducir drásticamente el sector público empresarial, esa zona gris entre la
Administración y el sector privado, que, con sus muchos miles de empresas,
organismos y fundaciones, constituye una de las principales fuentes de rentas
capturadas por la clase política.
La salida del euro puede ser buscada por nuestras castas para seguir manteniendo su status
Por otra parte, para
volver a crecer, la economía española tiene que ganar competitividad. Para
eso hacen falta muchas más reformas para abrir más sectores a la competencia,
especialmente en el mencionado sector público empresarial y en sectores regulados.
Esto debería hacer más difícil seguir creando burbujas en la economía española.
La infinita desgana
con la que nuestra clase política está abordando el proceso reformista ilustra
bien que, colectivamente al menos, barrunta
las consecuencias que las reformas pueden tener sobre su interés particular.
La única reforma llevada a término por iniciativa propia, la del mercado de
trabajo, no afecta directamente a los mecanismos de captura de rentas. Las que
sí lo hacen, exigidas por la UE como, por ejemplo, la consolidación fiscal, no
se han aplicado. Deliberadamente, el
Gobierno confunde reformas con recortes y subidas de impuestos y ofrece los
segundos en vez de las primeras, con la
esperanza de que la tempestad amaine por sí misma y, al final, no haya que
cambiar nada esencial. Como eso no va a ocurrir, en algún momento la clase
política española se tendrá que plantear el dilema de aplicar las reformas en
serio o abandonar el euro. Y esto, creo yo, ocurrirá más pronto que tarde.
La teoría de las élites extractivas predice que el interés
particular tenderá a prevalecer sobre el interés general. Yo veo probable que en los dos partidos mayoritarios españoles
crezca muy deprisa el sentimiento “pro peseta”. De hecho, ya hay en ambos
partidos cabezas de fila visibles de esta corriente. La confusión inducida
entre recortes y reformas tiene la consecuencia perversa de que la población no percibe las ventajas a
largo plazo de las reformas y sí experimenta el dolor a corto plazo de los recortes
que, invariablemente, se presentan como una imposición extranjera. De este
modo se crea el caldo de cultivo necesario para, cuando las circunstancias sean
propicias, presentar una salida del euro como una defensa de la soberanía
nacional ante la agresión exterior que impone recortes insufribles al Estado de
bienestar.
También, por poner un ejemplo, los controladores aéreos presentaban la defensa de su interés particular como una defensa de la seguridad del tráfico aéreo. La situación actual recuerda mucho a lo ocurrido hace casi dos siglos cuando, en 1814, Fernando VII – El Deseado- aplastó la posibilidad de modernización de España surgida de la Constitución de 1812 mientras el pueblo español le jaleaba al grito de ¡vivan las “caenas”! Por supuesto que al Deseado actual –llámese Mariano, Alfredo u otra cosa- habría que jalearle incorporando la vigente sensibilidad autonómica, utilizando gritos del tipo ¡viva Gürtel! ¡Vivan los ERE de Andalucía! ¡Visca el Palau de la Música Catalana! Pero, en cualquier caso, las diferencias serían más de forma que de fondo.
El presidente del Gobierno ha dicho que no le gustaría y no podría aceptar que le impusieran desde la UE las políticas concretas en las que tiene que reducir el gasto, en referencia a las posibles condiciones que podrían poner las instituciones europeas a una petición de ayuda. Lo que no sabemos son las condiciones reales que le imponen desde Europa. Tal vez sean reducir la "grasa del estado" = prebendas personales de la casta política y sus amigos, que consume muchos recursos y aporta poco o nada, en lugar de seguir machacar con impuestos y recortes de prestaciones sociales a los ciudadanos de las clases media y baja. Lo primero no le gusta en absoluto y puede que por eso se resistan como gato panza arriba a pedir el "rescate" en cualquiera de sus variantes, mientras no sea para rescatar a los "poderosas cajas y bancos" y seguir enriqueciendo a su camarilla. El bien general de la ciudadanía no les importa en absoluto, porque aunque se quejen, siguen sin morder.
También, por poner un ejemplo, los controladores aéreos presentaban la defensa de su interés particular como una defensa de la seguridad del tráfico aéreo. La situación actual recuerda mucho a lo ocurrido hace casi dos siglos cuando, en 1814, Fernando VII – El Deseado- aplastó la posibilidad de modernización de España surgida de la Constitución de 1812 mientras el pueblo español le jaleaba al grito de ¡vivan las “caenas”! Por supuesto que al Deseado actual –llámese Mariano, Alfredo u otra cosa- habría que jalearle incorporando la vigente sensibilidad autonómica, utilizando gritos del tipo ¡viva Gürtel! ¡Vivan los ERE de Andalucía! ¡Visca el Palau de la Música Catalana! Pero, en cualquier caso, las diferencias serían más de forma que de fondo.
Una salida del euro,
tanto si es por iniciativa propia como si es porque los países del norte se
hartan de convivir con los del sur, sería
desastrosa para España. Implicaría
no sólo una vuelta a la
España de los 50 en lo económico, sino un
retorno al caciquismo y a la corrupción en lo político y en lo social que
llevaría a fechas muy anteriores y que superaría con mucho a la situación actual,
que ya es muy mala. El calamar vampiro, reducido a chipirón, sería cabeza de
ratón en vez de cola de león, pero eso nuestra clase política lo ve como un mal
menor frente a la alternativa del harakiri que suponen las reformas. Los
liberales, como en 1814, serían masacrados –de hecho, en los dos partidos
mayoritarios, ya se observan movimientos en esa dirección.
El peligro de que todo esto acabe ocurriendo en un plazo relativamente
corto es, en mi opinión, muy significativo.
¿Se puede hacer algo por evitarlo?
Lamentablemente, no mucho, aparte de seguir publicando
artículos como éste. Como muestran todos los sondeos, el desprestigio de la
clase política española es inmenso, pero no tiene alternativa a corto plazo.
A más largo plazo, como explico a continuación, sí la tiene.
Cambiar el sistema electoral
La clase política
española, como hemos visto en este artículo, es producto de varios factores entre los que destaca el sistema electoral proporcional, con
listas cerradas y bloqueadas confeccionadas por las cúpulas de los partidos políticos.
Este sistema da un poder inmenso a los dirigentes de los
partidos y ha acabado produciendo una clase política disfuncional. No existe un
sistema electoral perfecto -todos tienen ventajas e inconvenientes- pero, por
todo lo expuesto hasta aquí, en España se
tendría que cambiar de sistema con el objetivo de conseguir una clase política
más funcional. Los sistemas mayoritarios producen cargos electos que
responden ante sus electores, en vez de hacerlo de manera exclusiva ante sus
dirigentes partidarios. Como consecuencia, las cúpulas de los
partidos tienen menos poder que las que surgen de un sistema proporcional y la
representatividad que dan de las urnas está menos mediatizada. Hasta aquí todo
son ventajas.
También hay inconvenientes. Un sistema proporcional acaba
dando escaños a partidos minoritarios que podrían no obtener ninguno con un
sistema mayoritario. Esto perjudicaría a partidos minoritarios de base estatal,
pero beneficiaría a partidos minoritarios de base regional. En cualquier caso, el rasgo
relevante de un sistema mayoritario es que el electorado tiene poder de
decisión no solo sobre los partidos sino también sobre las personas que salen
elegidas y eso, en España, es ahora una necesidad perentoria que
compensa con creces los inconvenientes que el sistema pueda tener.
En España los diputados presentes en el Congreso no corresponden a la proporción de votos que han obtenido. Si fuera así, el PP no tendría mayoría absoluta y probablemente no estaría en el poder. Al PP, PSOE, así como a los partidos nacionalistas, les cuesta hasta 10 veces menos obtener un diputado que a otras fuerzas políticas.
El sistema proporcional debería corregirse para garantizar que la “casta política del bipartidismo” (que se ha demostrado, duelen defender porqué quieren o porque no pueden hacer otra cosa¿?) similares intereses económicos y casi ideológicos, tenga una contrapartida representativa del resto de sensibilidades del espectro político estatal.Un sistema mayoritario de circunscripción donde cada parlamentario defienda los intereses de sus votantes y responda ante ellos debería ser necesariamente mejor. Si esos parlamentarios tuvieran mayor libertad podrían no votar las propuestas del gobierno en función de su autonomía. Comprendo las implicaciones en un estado caciquil como el nuestro donde seguramente se crearían alianzas de intereses personales pero, aún así, sería mejor sistema que el actual. También debería garantizarse la consulta ciudadana y y su participación en los temas importantes.
Un sistema mayoritario no es bálsamo que cure al instante
cualquier herida. Pero es muy probable que generase una clase política
diferente, más adecuada a las necesidades de España. En Italia es inminente una
propuesta de ley para cambiar el actual sistema proporcional por uno
mayoritario corregido: dos tercios de los escaños se votarían en colegios
uninominales y el tercio restante en listas cerradas en las que los escaños se
distribuirían proporcionalmente a los votos obtenidos. Parece ser que el Gobierno
“técnico” de Monti ha llegado a conclusiones similares a las que defiendo yo
aquí: sin
cambiar a una clase política disfuncional no puede abordarse un programa
reformista ambicioso. Y es que, como le oí decir una vez a Carlos
Solchaga, un “técnico” es un político que, además, sabe de algo.
¿Para cuándo una reforma electoral en España?
¿Habrá que esperar a que lleguen los “técnicos”?