Amigos que considero inteligentes, de vez en cuando publican noticias falsas en las redes sociales. Algunas son tan absurdas, tan fáciles de desmontar, que me queda la duda de si las comparten por error o conociendo su falsedad, simplemente porque refuerzan una realidad superior, la suya, que creen necesario difundir de todas maneras.
Investigadores del MIT han confirmado que la mentira viaja mucho más rápido y llega más lejos que la verdad. Hasta seis veces más en el caso de las redes sociales. Lo espectacular, sensacionalista y falsamente novedoso es más atractivo y genera más likes que cualquier otra cosa que se comparta; por ello no es de extrañar que mucha gente mienta y propague mentiras para “gustar más”. Parece haber algo irresistiblemente encantador en la mentira que nos hace propagarla, agrandarla, retorcerla y volver a compartirla sin que a menudo nos paremos a medir sus consecuencias o el daño que puede hacer a terceros.
Todos tenemos nuestros propios prejuicios —somos favorables a unas cosas y contrarios a otras; con el tiempo olvidamos incluso el porqué— y ayudamos a divulgar informaciones u opiniones sin hacer un mínimo trabajo de verificación de “lo que compartimos”, demasiadas veces sesgadamente y sin leer todo el texto completo. A pocos le importan los hechos, los testigos, los avales, etc. lo único que importa es si lo divulgado “favorece a los míos” o “habla contra los otros”. Si sumamos a la escena el miedo, los infundios y falsos rumores alcanzan el nivel de verdades absolutas para las masas.
Las redes, los blogs y muchas publicaciones digitales van llenos de “fake news” (el bulo de toda la vida). Aunque se le cambie el nombre, la mentira es tan antigua como el lenguaje. No hay más mentirosos hoy que hace cinco, diez o cien años. Simplemente cuentan con aliados que hacen su trabajo mucho más fácil, incluida la tecnología para propagar falsedades y un periodismo, supuestamente el oficio encargado de desenmascararlas, que en países como el nuestro ha renunciado a hacer su trabajo.
Lo falso encuentra hoy una amplia cobertura incluso en los medios que se describen como “serios”. El sectarismo con el que la prensa nacional trata cualquier asunto, replicando una visión de la realidad donde los prejuicios tienen más peso que los hechos, hace que la verdad se esté quedando sin defensores. Los propietarios de los medios viven temerosos de enfadar a audiencias que exigen una reafirmación de sus creencias y sus trabajadores (¿periodistas? y otros) viven pendientes de un público al que hay que enganchar con noticias cada vez más llamativas, aunque no se ajusten a la realidad. Las crónicas de buenos reporteros, que todavía los hay, han pasado a ser medidas por su popularidad, no por su rigor o profundidad. El periodista que antes suspiraba por un Pulitzer hoy se conforma con un buen número de likes o comentarios aprobatorios de su buen hacer. Al fin y al cabo, ellos y todos nosotros (sus audiencias, también incluidos los jueces), vivimos en la misma.
Nuestra sociedad ha legitimado la mentira —igual que está bien visto estafar al “fisco” siempre que lo haga yo o los míos— y nadie se ruboriza, ni siquiera los periodistas, cuando a alguien le pillan soltando una, por escandalosa que sea. Y si los medios, los periodistas, los políticos mienten, roban, eluden y defraudan a Hacienda, … ¿porqué no debería hacerlo yo? Observando a nuestros representantes en cada campo, es fácil sentirse legitimado para mentir.
Uno solía ver la competencia entre verdad y mentira como la carrera entre la liebre y la tortuga: la primera tomaba ventaja rápidamente, pero poco a poco iba perdiendo terreno frente a la solidez y determinación de la segunda. El que así piensa comete el mismo error del principiante que afirma “el buen producto se vende solo”, porqué la liebre, empujada por las redes y el mal periodismo, toma a menudo una ventaja que la tortuga no alcanza nunca a recuperar. La mentira gana con frecuencia, mientras es aclamada desde la grada por un público entregado, que ensordece a las masas con su griterío persistente. Cansados de tanto luchar contra corriente, a los que persiguen la verdad, cada vez les quedan menos amigos sinceros; al menos, de los que se atreven a divulgar la verdad contrastada, aunque no sea políticamente correcta.
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