Hay una excesiva complicidad entre los políticos y el periodismo, hasta el punto de que en muchas ocasiones la línea que separa la actividad política y el periodismo es tan fina que con frecuencia queda borrada. El periodista soldado o atrincherado en una causa política por muy legítima que sea deja de ser un referente.
Un buen periodista/medio de comunicación, si quiere ser digno de confianza por sus lectores, debería “contar las cosas como son o como han sucedido” sin añadir nunca un comentario personal ni una opinión sesgada. El buen periodismo es el más sencillo, el que cuenta, observa, describe, sin fantasías y con rigor. Es el que mejor se entiende y el que permite a la audiencia crearse una idea propia de lo que ocurre.
Lo ideal sería que no fuera necesaria la intervención de intelectuales en la vida política de un pueblo y con muchos menos salvapatrias, estrellas mediáticas, tertulianos y especialistas en temas que desconocen, improvisando y equivocándose al emitir sus opiniones, la vida pública sería más interesante.
Lo que sucede es que, para los medios (TV y Radio) es menos costoso llenar sus tiempos de emisión con una pléyade de tertulianos que si tuvieran que buscar “verdaderos expertos” en el tema para que debatieran públicamente sus argumentos. Lo ideal sería que fueran supervisados por una especie de “juez” que validara o invalidara la pertinencia o corrección de las pruebas presentadas para apoyar los diferentes argumentos. Para los receptores de los “shows” televisivos y radiofónicos también es más sencillo oír la musicalidad y verborrea de las “estrellas mediáticas” que escuchar debates de expertos debatiendo sobre temas/intereses reales y concretos, con argumentos apoyados en datos y pruebas contrastadas, esforzándose por entenderlos para poder elaborar una opinión propia sobre el tema debatido.
Los medios alargan las “representaciones” y dan vuelta a la noria, repetida y cansinamente, a los mismos temas de moda una y otra vez. Ponen el foco en lo propio y se olvidan de la interrelación entre los pueblos, con sus propias culturas y creencias. Ese periodismo atrincherado va en contra del progreso y de la libertad, y sus relatos emocionales, alejados de los hechos, son muy románticos pero efímeros y peligrosos. Suministrándonos productos emocionales basados en el sobresalto, en el escándalo o en la exageración, en vez de promover los análisis de los hechos, lo único que provocan son psicosis colectivas de simplificación.
Los políticos y dirigentes sociales siempre han tenido la opción de dirigirse a la nación para confesar sin tapujos que sus campañas (tanto en Catalunya como en UK) se habían basado en mentiras y exageraciones. Quien desvelara el engaño, masivo y continuado, o al menos confesara los grandes errores, prestaría un alto servicio a su país, pero nadie osará protagonizar tal gesta porqué el precio a pagar será verse despojado del poder y acabar en el purgatorio de los traidores. Por ello nadie asumirá sus errores, ni dimitirá, ni de un lado ni del otro. Tampoco ningún periodista rectificará ni confesará su partidismo. Nadie desde los medios públicos nos recordará que la democracia no es solo votar, sino también suspender un acto reivindicativo en forma de votación popular que tu propia policía te recomienda no celebrar. También es democracia cumplir con las normas discutidas y aprobadas en el Parlamento (siempre que no hayan sido aprobadas a la carrera y por precarias mayorías). En todo caso, hoy en día, en nuestro mundo globalizado, no hay nada más retrógrado que levantar muros o barreras para aislarse de los demás. Entre otras cosas, porque en estos tiempos parece inútil querer regresar a los compartimentos estancos, a las fronteras y a los visados, para excluir sólo lo que no nos guste.
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