viernes, 9 de agosto de 2019

Soñando una España-Estado de naciones libres

El horizonte político de los partidos radicales (tanto a la izquierda como a la derecha) viene definido por una enmienda a la totalidad del sistema. Uno de sus objetivos es la desestabi­lización del Estado mediante su progresiva erosión.
Los defensores de la “continuidad”, del “mejor lo malo conocido que lo posible bueno por conocer”, temen que si representantes de estos partidos entraran en algún “Gobierno” de coalición, cuando se presentara cualquier crisis, serían inevitables las confrontaciones ideológicas sobre la estructura del sis­tema.
Los amantes de permitir pequeños cambios para que todo siga como está y sin sobresaltos, en teoría reconocen que en democracia, es perfectamente lícito el cuestionamiento frontal del sistema siempre que se produzca dentro del marco normativo y que debe aceptarse incluso la crítica total y radical como buena prueba del normal funcionamiento de las instituciones. Sueñan con que antes de convocar nuevas elecciones se pueda formar un “Gobierno monocolor” con apoyos parlamentarios para llevar adelante el programa de gobierno. El problema es que algo así solo se podrá conseguir ­tras una negociación exhaustiva de un programa de gobierno innovador, ambicioso y de­­tallado, que satisfaga las expectativas de progreso, y los políticos que se llenan la boca de decir que se preocupan por el bien de los españoles, por el momento no han sido capaces de alcanzar un pacto de legislatura.
Por el otro lado, la derecha española es integrista. Su concepción de la “nación una y unívoca” está enrocada hasta el tuétano de ciertas élites miopes que aborrecen a cualquiera que ose discutir su doctrina, la cual anhela conseguir una única nación grande y libre de separatistas y rojos. Ya nada queda de esa rica visión confederal de las derechas autónomas y aborígenes que campaba a gusto en la dificultosa etapa postfranquista. Estas intentaban consolidar una España plural y diversa, crisol de identidades propias y particulares que optaban por caminar de la mano en aras de compartir un Estado sólido y moderno.
La política de bloques que se ha impuesto a lo largo de los últimos años hace que la derecha bascule hacia el integrismo uniformista con discursivas panfletarias y segadoras del autogobierno. La veleta pseudoliberal que todo lo fía al tracking electoral del momento y la derechona decimonónica revitalizada y con ganas de armarla.
La derecha de este país se ha caído del caballo y sólo ve la luz de la solución centralizadora. Ni lenguas cooficiales, ni respecto por las identidades, ni promoción de las diferentes culturas, ni concepción de un estado completo, global y circular dónde el diseño estratégico de las inversiones beneficie a la totalidad del territorio. Desde Madrid cometen el sacro error de confundir España con Castilla y lo/el español con lo/el castellano. Esta lectura tan pobre y maniquea hace que todo aquel que no comulgue con esta entelequia remozada sea tildado de peligroso secesionista, insolidario y antiespañol. No hay otra opción en la derecha, o españolismo (castellanismo) o caos. O tildar al estado autonómico, a la consolidación del autogobierno, a la concepción de un país plural y diverso, al respeto y conocimiento de las distintas identidades que conforman la personalidad española, como delito de alta traición y lesa patria. Esa patria que el derechismo castizo e inmisericorde ha convertido en conflicto y enfrentamiento, también como reacción pendular al independentismo y a la desafección de las periferias. ¿Quién fue primero, el huevo o la gallina?
Todos pertenecemos a una comunidad y el anhelo de pertenencia/trascendencia es algo muy profundo. En las sociedades antiguas uno era miembro de su familia, luego del clan y de la polis que le conferían su identidad y le asignaban una función que desempeñar. Luego venían la raza y la nación. El sentimiento nacional forma una parte importante de la identidad de muchos y por ello antiguamente la sanción más grave que podía serle impuesta a uno era el exilio y actualmente sentirse (o que le hagan sentir) huérfano de la que el considera su propia nación. Eso sucede cuando desde el gobierno central niegan que el Estado español (un ente político) esté formado por varias naciones (ente social).
Intentar que cambie de opinión un nacionalista obstinado poniendo en evidencia las incoherencias de su argumentación, sus inexactitudes de hecho, su interpretación de la historia es perder el tiempo. Nada importa que ambos sean personas de una inteligencia, cultura y ho­nestidad intelectual perfectamente respetables; las discusiones con un independentista o con un nacionalista del bando opuesto (amenudo se le confunde con un unionista) nos revelan que sus convicciones son invulnerables. Unos y otros parten de premisas distintas y tratan, no de aprender, sino de resistir en sus trincheras mentales. Reflexión y experiencia, prudencia y sabiduría modifican esas premisas, pero esos cambios suelen ser el resultado de una crisis o de una repentina intuición. Poco puede por sí solo un ataque frontal con la artillería de la lógica o la infantería de los hechos. En la práctica, lo que hay que hacer con todo nacionalismo es canalizarlo, recuperando su esencia, que es el deseo de pertenecer a una comunidad que da sentido a la existencia individual, y despojarlo de adherencias como el afán de poder. Aquí es cuando comprendemos que “con la Iglesia hemos tomado amigo Sancho”.
El motor del conflicto actual puede ser el miedo a ­vernos obligados a cambiar lo que, quizá sólo por inercia, tomamos por nuestra identidad; a revisar esas premisas que consideramos inmutables. El fruto inevitable de ese miedo es la agresividad, que agria nuestros debates por mucho que prediquemos el diálogo. La solución pide que nos atre­vamos a mirar de frente nuestros fantasmas para ver cómo se desvanecen, comprobar que nuestro anhelo es, en realidad, el mismo, y dejar que nos una en lugar de enfrentarnos.
Lo ideal sería formar una sociedad fruto de la libre asociación de individuos autónomos, dictada por motivos de conveniencia, pero parece que conseguirlo es utópico.
Aquellos que no participamos de las concepciones ideológicas extremistas, y optamos por la moderación y el consenso, esperamos con impaciencia que aflore algún actor político viable. Un partido vertebrador de la sociedad, defensor a ultranza del autogobierno, los derechos sociales y las libertades personales conseguidas. Mimbres existen, ganas deberían. Que buen favor a la democracia española haría la conformación de una nueva liga de demócratas y autonomistas, defensores de profundizar el actual Estado Autonómico o federalizar los diferentes territorios dentro del Estado español.
Un estado representando a varias naciones donde la subsidiariedad, la cooperación justa y leal y el elogio a todas las identidades fueran los cimientos de ese país ilusionante y viable, donde todos nos viéramos identificados y representados. Un Estado con varias naciones confederadas que se autogobernaran en libertad y colaboraran equitativamente para engrandecer al Estado… 
¡Soñar es gratis!