sábado, 6 de marzo de 2021

¿Saben lo que fueron y representaron las Universidades Laborales?

Al comenzar la segunda mitad del siglo XX se empezaron a crear en España las UULL como centros de formación para el pueblo, para la clase obrera/pobres; verdaderos monumentos al trabajo que sirvieran como un medio de promoción social de la clase trabajadora, mediante el acceso a puestos laborales de cierta categoría profesional que les devolviera la moral al trabajo y les alejara de la lucha de clases. 

Con los años y la propia presión tecnocrática se fue desmontando el aparato falangista de las Universidades Laborales hasta no quedar ni rastro de propaganda política primigenia. 
Además de las enseñanzas técnicas, los alumnos recibían otro tipo de aprendizaje de carácter “complementario” denominado “técnicas humanas” que englobaba un conjunto de ejercicios y prácticas útiles para la vida cotidiana del “hombre moderno”. Se les enseñaba a escribir a máquina, montar en bicicleta, conducir un coche, saber tocar un instrumento musical, jugar al ajedrez y al billar, montar una pequeña instalación eléctrica, llevar un libro de contabilidad, manejar un arma de fuego, redactar a nivel periodístico y radiofónico (tenían su propia revista y emisora de radio), encuadernar un libro (imprenta), aeromodelismo aéreo y naval, dibujo, pintura, modelado, etc. Estas enseñanzas tenían un carácter práctico formando parte de la vida cotidiana del alumno en el centro escolar. 
De todas estas enseñanzas, la Formación Humana era la sección más importante gozando de preeminencia entre todas las disciplinas, con independencia de la vocación profesional del alumno. Mediante el ejemplo docente se pretendía infiltrar al alumno aquellas virtudes sociales que definían al verdadero “hombre nuevo, en armonía con los valores radicales, de nuestro carácter y estirpe (...), al hombre “que debe enfrentarse con los problemas que llegan a través de la Formación Humana”. 
Otro de los aspectos que se le prestó gran atención en esta labor adoctrinadora fueron los referentes a estímulos y premios como elementos de motivación y reafirmación de las buenas prácticas y conductas de los alumnos
Las “virtudes morales”, entendidos como méritos de la Formación Humana, eran considerados y reflejados no sólo en las calificaciones normales del curso sino mediante distinciones y premios honoríficos en los que se hacía constar “la dignidad y superior estima a que se hacen acreedores los escolares por su ejemplaridad y comportamiento”. 
Para regular la puntuación de cada alumno, la disciplina y la emulación en el cumplimiento del deber se aplicaba el procedimiento de puntuaciones positivas y negativas partiendo del “Coeficiente de conducta y aplicación”. Ello permitía un riguroso control de toda la vida escolar en sus más diversos aspectos. En este contexto disciplinario la figura del Educador se anteponía como referente para el mantenimiento de la disciplina, vigilancia y asistencia de los alumnos. Cada Educador se encargaba de un grupo de alumnos internos y externos. Les enseñaba a ser respetuoso con los demás, reglas de urbanidad en las reuniones y encuentros sociales, a comer bien en la mesa, a ser responsables de sus actos, a respetar los compromisos adquiridos, etc. 
El educador, en estrecho contacto con su grupo de tutelados anotaba periodicamente los progresos de cada uno en el “Libro de conducta”. Al final del mes se remitía a la Secretaria General del centro para su envío a los familiares y Mutualidades Laborales. En este sentido, el equipo docente y de educadores mantenían un contacto continuo con el Gabinete psicotécnico que les proporcionaba los datos sobre la conducta, vocación y carácter del alumnado.

Lógicamente, este sistema obligaba al alumno becado a estar en constante alerta ante la posibilidad de perder la beca de estudios, que cubría la totalidad de gastos, otorgada por las Mutualidades Laborales. Esto suponía para un alumnado, en el que más del noventa por ciento era de condición obrera, el consiguiente abandono escolar pues muy pocos podían costearse este tipo de estudios superiores. Para no perderla el alumno debía esforzarse y superar los niveles exigidos, es decir, aprobar todas las asignaturas. Un solo suspenso significaba la pérdida automática de la beca y la expulsión del centro. Una beca que abarcaba la totalidad de gastos del alumno sufragándole: enseñanza, alimentación, viajes desde la residencia y viceversa, material escolar, matrícula, material de aseo, libros de texto, calefacción y alumbrado, utilización de todas las instalaciones del centro (laboratorios, talleres, materiales para prácticas, equipo deportivo), lavado y planchado de ropa, correspondencia con los familiares, vestuario, certificaciones y títulos académicos. Hasta los años setenta el vestuario comprendía: dos pijamas; un traje de diario, compuesto por chaqueta, cazadora, jersey y dos pantalones; unas botas y unos zapatos de vestir; dos monos de trabajo; un albornoz; y un equipo de gimnasia, compuesto de camiseta, pantalón de deportes, chándal y zapatillas deportivas.

La mayoría de los antiguos alumnos de las Universidades Laborales recuerdan con verdadera emoción su llegada a la Universidad Laboral, sobre todo a la C.O.U.L. de Cheste: La sensación de grandiosidad y opulencia de sus instalaciones contrastaban enormemente con la precariedad de sus bienes familiares. Y poder disfrutar libremente de todas sus magníficas instalaciones y recursos era un lujo y algo que agradecer. 

Cuando por Navidad regresaban por primera vez a sus casas después de la incorporación y sus madres les preguntaban: ¿Cómo quieres “el” huevo? Contestaban “fritos y con salchichas, por favor». La madre quedaba alucinada y pronto «lo resituaba» a la vez que reconocía la gran suerte que tenía su hijo de que se le hubiera dado la posibilidad de ganar y conservar la beca de las Universidades Laborales.

La beca de Universidades Laborales no se trataba de una mera ayuda económica sino de un régimen de total gratuidad aportado por las entidades gestoras de la Seguridad Social –el Mutualismo y su Caja de Compensación. Es decir, los propios trabajadores y empresarios financiaban el noventa por ciento de los gastos de sostenimiento de las Universidades Laborales a través de la recaudación de sus cuotas obligatorias. Los alumnos respondían aprovechando la oportunidad que se les daba y quien no se esforzaba o no daba la talla, perdía la beca.

La beca se caracterizó también por su condición cíclica abarcando la totalidad de cursos para los que se había concedido la ayuda. El régimen de estancia era generalmente de internado, aunque también había alumnos en régimen de media pensión o de externado.

Este tipo de vida residencial, en la que el alumno permanecía en el centro la práctica totalidad de sus períodos de ocio y tiempo libre, incluidos los fines de semana, permitían la realización de una total inmersión del alumno en su nuevo contexto socio-cultural en el que profesores y alumnos conformaban la “nueva familia”. Los “internos” se escribían regularmente con sus familiares y sólo compartían fisicamente con sus familias los períodos de vacaciones –navidad, semana santa y verano– produciéndose un progresivo alejamiento y desarraigo con sus raíces e identidad. En la mayoría de los casos, el nuevo estilo de vida al que se  sumergía al alumno durante su estancia en régimen de internado en la Universidad Laboral distaba mucho al de su procedencia. Había un abismal contraste entre el contexto familiar y el educativo. Ir a estudiar a la Universidad Laboral significaba vivir como un rico además de poder estudiar algo que nunca hubieran podido imaginar en su entorno familiar. 

Teniendo en cuenta su procedencia  de familias humildes (en 1960, el 75% de los padres de los alumnos de Universidades Laborales eran “trabajadores por cuenta ajena”, y cerca del 25% “trabajadores por cuenta propia”, de los cuales el 84,74% realizaban “trabajos manuales”. Además, el 88,06% no tenía titulación académica alguna), los chicos y chicas que consiguieron la «beca», después de haber tenido las mejores notas en un largo examen y se esforzaron en conservarla, fueron unos privilegiados; en el sentido de que tuvieron una educación de elite, con buenas bibliotecas, salas de lectura, campos de deporte, cineclub, teatro, excursiones, etc., que nadie de su entorno, y con la capacidad económica de sus familias, pudieron permitirse. Tal vez lo menos bueno era la separación de la familia y tener que adaptarse a un entorno desconocido. Cosa nada mala visto en perspectiva.

Las Universidades Laborales, a mediados de la segunda mitad del siglo XX, con sus espléndidas dotaciones en medios e infraestructuras –talleres, laboratorios, bibliotecas, gimnasios, salón de actos, enfermerías, peluquerías, piscinas, gabinetes psicotécnicos, medios audiovisuales, etc.–, se convirtieron en el alma mater de la educación obrera; al principio bajo la insignia falangista y durante algunos años después de instaurada la democracia bajo la tutela del Ministerio de Educación y Ciencia. Significaron una de las realidades educativas más importantes de la España del siglo XX y tras su cierre a finales de la década de los 80 pasaron al olvido y su estudio sigue siendo hoy uno de los temas educativos menos analizados a pesar del significado y la proyección socio-laboral que tuvieron para la clase trabajadora.