Lógicamente, este sistema obligaba al alumno becado a estar en constante alerta ante la posibilidad de perder la beca de estudios, que cubría la totalidad de gastos, otorgada por las Mutualidades Laborales. Esto suponía para un alumnado, en el que más del noventa por ciento era de condición obrera, el consiguiente abandono escolar pues muy pocos podían costearse este tipo de estudios superiores. Para no perderla el alumno debía esforzarse y superar los niveles exigidos, es decir, aprobar todas las asignaturas. Un solo suspenso significaba la pérdida automática de la beca y la expulsión del centro. Una beca que abarcaba la totalidad de gastos del alumno sufragándole: enseñanza, alimentación, viajes desde la residencia y viceversa, material escolar, matrícula, material de aseo, libros de texto, calefacción y alumbrado, utilización de todas las instalaciones del centro (laboratorios, talleres, materiales para prácticas, equipo deportivo), lavado y planchado de ropa, correspondencia con los familiares, vestuario, certificaciones y títulos académicos. Hasta los años setenta el vestuario comprendía: dos pijamas; un traje de diario, compuesto por chaqueta, cazadora, jersey y dos pantalones; unas botas y unos zapatos de vestir; dos monos de trabajo; un albornoz; y un equipo de gimnasia, compuesto de camiseta, pantalón de deportes, chándal y zapatillas deportivas.
La mayoría de los antiguos alumnos de las Universidades Laborales recuerdan con verdadera emoción su llegada a la Universidad Laboral, sobre todo a la C.O.U.L. de Cheste: La sensación de grandiosidad y opulencia de sus instalaciones contrastaban enormemente con la precariedad de sus bienes familiares. Y poder disfrutar libremente de todas sus magníficas instalaciones y recursos era un lujo y algo que agradecer.
Cuando por Navidad regresaban por primera vez a sus casas después de la incorporación y sus madres les preguntaban: ¿Cómo quieres “el” huevo? Contestaban “fritos y con salchichas, por favor». La madre quedaba alucinada y pronto «lo resituaba» a la vez que reconocía la gran suerte que tenía su hijo de que se le hubiera dado la posibilidad de ganar y conservar la beca de las Universidades Laborales.
La beca de Universidades Laborales no se trataba de una mera ayuda económica sino de un régimen de total gratuidad aportado por las entidades gestoras de la Seguridad Social –el Mutualismo y su Caja de Compensación. Es decir, los propios trabajadores y empresarios financiaban el noventa por ciento de los gastos de sostenimiento de las Universidades Laborales a través de la recaudación de sus cuotas obligatorias. Los alumnos respondían aprovechando la oportunidad que se les daba y quien no se esforzaba o no daba la talla, perdía la beca.
La beca se caracterizó también por su condición cíclica abarcando la totalidad de cursos para los que se había concedido la ayuda. El régimen de estancia era generalmente de internado, aunque también había alumnos en régimen de media pensión o de externado.
Este tipo de vida residencial, en la que el alumno permanecía en el centro la práctica totalidad de sus períodos de ocio y tiempo libre, incluidos los fines de semana, permitían la realización de una total inmersión del alumno en su nuevo contexto socio-cultural en el que profesores y alumnos conformaban la “nueva familia”. Los “internos” se escribían regularmente con sus familiares y sólo compartían fisicamente con sus familias los períodos de vacaciones –navidad, semana santa y verano– produciéndose un progresivo alejamiento y desarraigo con sus raíces e identidad. En la mayoría de los casos, el nuevo estilo de vida al que se sumergía al alumno durante su estancia en régimen de internado en la Universidad Laboral distaba mucho al de su procedencia. Había un abismal contraste entre el contexto familiar y el educativo. Ir a estudiar a la Universidad Laboral significaba vivir como un rico además de poder estudiar algo que nunca hubieran podido imaginar en su entorno familiar.
Teniendo en cuenta su procedencia de familias humildes (en 1960, el 75% de los padres de los alumnos de Universidades Laborales eran “trabajadores por cuenta ajena”, y cerca del 25% “trabajadores por cuenta propia”, de los cuales el 84,74% realizaban “trabajos manuales”. Además, el 88,06% no tenía titulación académica alguna), los chicos y chicas que consiguieron la «beca», después de haber tenido las mejores notas en un largo examen y se esforzaron en conservarla, fueron unos privilegiados; en el sentido de que tuvieron una educación de elite, con buenas bibliotecas, salas de lectura, campos de deporte, cineclub, teatro, excursiones, etc., que nadie de su entorno, y con la capacidad económica de sus familias, pudieron permitirse. Tal vez lo menos bueno era la separación de la familia y tener que adaptarse a un entorno desconocido. Cosa nada mala visto en perspectiva.
Las Universidades Laborales, a mediados de la segunda mitad del siglo XX, con sus espléndidas dotaciones en medios e infraestructuras –talleres, laboratorios, bibliotecas, gimnasios, salón de actos, enfermerías, peluquerías, piscinas, gabinetes psicotécnicos, medios audiovisuales, etc.–, se convirtieron en el alma mater de la educación obrera; al principio bajo la insignia falangista y durante algunos años después de instaurada la democracia bajo la tutela del Ministerio de Educación y Ciencia. Significaron una de las realidades educativas más importantes de la España del siglo XX y tras su cierre a finales de la década de los 80 pasaron al olvido y su estudio sigue siendo hoy uno de los temas educativos menos analizados a pesar del significado y la proyección socio-laboral que tuvieron para la clase trabajadora.