jueves, 7 de mayo de 2020

Cuento de la covid-19


Cuéntame lo del virus otra vez y me iré a la cama.
- Pero hijo estás cansado y ya medio dormido.
- ¡Por favor papa!, esta historia me gusta mucho. Prometo que será solo una vez más.
-Vale hijo, acurrúcate y escucha...
Esta historia sucedió hace años, en un mundo en el que yo habité...
Era un mundo de deshechos y maravillas, de pobreza y riqueza, mucho antes de que entendiésemos lo que sucedería en el año 2020...
Verás, hace ya muchas décadas que la gente abandonó sus pueblos y buscó trabajo en empresas que comerciaban por todos los países del mundo. Estas se hincharon y crecieron mucho mas de lo que nadie hubiera podido prever. Las ciudades se llenaron más y mas mientras los campos y los pueblos se vaciaban. Siempre teníamos lo que queríamos, todo era rápido, cualquier cosa que imaginases te la podían llevar a tu casa en solo un día y con un sólo click en tu móvil.
Con el tiempo nos dimos cuenta que las familias se dejaban de hablar; incluso las personas que vivían juntas en un mismo piso se hablaban poco. Vivían conectadas a otras, que llamaban amigos, aunque nunca se hubieran visto ni abrazado, ni se hubieran hecho confidencias personales, ni hecho ni recibido favores entre ellos. El significado del habla hacía tiempo que se había perdido y nadie consultaba los diccionarios para averiguarlo y hablar con propiedad. Se perdió el equilibrio entre el trabajo y la vida. 
Los niños crecían sin pensar y sus ojos se volvieron cada día mas cuadrados, quizá debido a que miraban casi ininterrumpidamente su teléfono móvil con el que podían mostrarse perfectos ante los demás. Pero a pesar de vivir conectados a tanta gente en medio de tanto ruido, de postureos y reacciones, se sentían solos e insatisfechos.
Los cielos se volvieron mas densos y grises, lo que contribuía a que las personas se sintieran tristes. Por las noches ya no podías ver las estrellas. Volábamos en aviones para encontrarlas, mientras debajo del manto de nubes y contaminación conducíamos nuestros coches. Tomábamos el coche para ir a todas partes y estábamos todo el día dando vueltas.  No disfrutábamos haciéndolo pero nos manteníamos en movimiento continuo buscando algo o huyendo de algo. A pesar de que todos sabíamos que era malo para nuestra salud, fumábamos, bebíamos (hacer el botellón lo llamaban los jóvenes) y hacíamos apuestas por si teníamos suerte y nos podíamos ir a vivir a la Tierra Prometida que nadie había visto rodeados de lujos. La mayoría ansiaban vivir como ricos aunque no sabían como realmente vivían los ricos ni que hacían para conseguir serlo y mantener su estatus, sólo lo imaginaban en su libre imaginación. La mayoría los despreciaba publicamente, pero todos querían sus bienes.  Nuestros lideres nos enseñaban que era mejor no enfadar a los lobbies y dictaban leyes y decretos para que no hiciéramos nada inconveniente,  porque nos aseguraban que era más fácil aceptar una muerte lenta que plantarles cara.
Olvidamos como correr y casi como andar, cortamos los árboles, pisoteamos la hierba y cubrimos los campos y ls calles de alquitrán. Escaseaban los árboles en las plazas y parques para darnos sombra durante los veranos, cada vez más cálidos y bochornosos. Como no cesábamos de arrojar basura, llenamos el mar con plástico; hasta que llegó un día en que cuando ibas a pescar, al sacarlos del agua, los peces ya iban precintados.
Pero entonces, a principios de 2020 un nuevo virus se interpuso en nuestro camino. Los científicos lo bautizaron como SARS-CoV-2 y los gobernantes nos dijeron que la covid-19 (su nombre popular) era sólo como una gripe, aunque se contagiaba más rapidamente. Algunas empresas declinaron venir al MWC que se celebraba cada año en Barcelona; poco a poco se sumaron más y finalmente suspendieron el gran congreso mundial. Algunos políticos de otra autonomía se postularon para acoger el MWC y los políticos regionales y locales intentaron montar un congreso paralelo para no perjudicar a la economía. La mayoría de ciudadanos, desinformados e incautos, especulábamos mientras seguíamos haciendo lo de siempre: vivir la vida. 
Nos llegaban noticias de países lejanos, donde siempre sucedían desgracias que nunca llegaban hasta nosotros, y nos empezamos a preocupar, porque parecía que no era como otras veces. Un día encontramos las persianas de las tiendas de los asiáticos bajadas. Un cartel explicaba que volverían dentro de un mes y medio. ¡Qué raro! pensamos. ¡Pero si los asiáticos nunca habían cerrado ni por fiestas ni por vacaciones!. Nos empezamos a preocupar. Un día las malas noticias llegaron de Italia y ya no pudimos más. El Gobierno finalmente nos dijo que dentro de unos días nos mandaría que nos quedáramos confinados en nuestras casas. Mucha gente empaquetaron cuatro cosas, fueron a despedirse de sus padres ancianos en las residencias, cogieron sus coches y abandonaron las ciudades, como pollos sin cabeza, para refugiarse del desconocido e innombrable mal en los pueblos que abandonaron hace ya muchos años. Pensaban que allí no les alcanzaría el virus y, sorpresas nos da la vida, fueron ellos los que se lo llevaron a sus padres ancianos y a los lugareños porque algunos, viajados como eran, se lo habían traído consigo del extranjero.
Mientras todos nos escondíamos del miedo y muchos abuelos morían indignamente en las residencias donde esperaban el final de sus días, la gente confinada en sus hogares despertaban sus instintos olvidados y recordaban cosas que hacían de pequeños con sus padres. Los más abuelos, les explicaban a sus hijos acostumbrados a comer fuera de casa, que productos debían comprar y como podían hacer de comer con ellos para que comieran variado y sano durante los días que durara el confinamiento. También les recordaban cómo se sonría antes, nada que ver con las muecas que habían aprendido a hacer desde que se popularizaron las selfies, sino con sinceridad. Y sobre todo, les recomendaban que aprovecharan el hecho de estar juntos para abrazarse mucho con sus hijos pequeños. Los abuelos se conformaban con oír su voz a través del teléfono y no les quebaba más remedio para dejar los abrazos para cuando pudieran verse en persona y hacer una gran fiesta para celebrar el reencuentro.
Las familias, padres e hijos, empezaron a salir a los balcones, junto con sus vecinos que no veían hacía meses, para aplaudir y dar las gracias a tantas personas que trabajaban para salvar vidas en los hospitales y para llenar las tiendas de alimentos. También aprovechaban para poner música, tocar instrumentos y cantar para alegrarse con los vecinos. Pasados diez minutos volvían a encerrarse en sus casas un poco mas aliviados, aunque seguían sin dar crédito a la situación totalmente impensable que les había tocado vivir.
Mientras, las llaves del coche empezaban a empolvarse y los niños ansiaban salir a corretear por la plaza y los parques cercanos como veían que hacían las mascotas, pero no ellos. Y con cielos vacíos de viajeros la tierra empezaba a respirar. Celebramos el día de la Naturaleza y la que mas lo celebró fue ella misma; porque el cielo era azul, los pajarillos volaban y nos regalaban sus trinos desde las copas de los árboles cercanos, y se respiraba un aire tan puro que ya no nos acordábamos de cuando pudimos disfrutarlo por última vez. Y en las playas, los pescadores contaban que nacían nuevas criaturas que se escabullían hacia los mares.
Algunas personas empezaron a bailar, algunos cantaban, otros cocinaban y hasta hacían pan, pasteles y muchas cosas que nunca hubieran imaginado. La mayoría se acostumbraron a vivir confinados en sus casas.
Como el Gobierno prorrogaba nuestro aislamiento cada quince días, “estado de alarma” lo llamaban, nos fuimos acostumbrando a las malas noticias, pero no todas eran malas. Durante el tiempo de confinamiento muchos se dieron cuenta de la cantidad de cosas que no necesitaban y se sorprendieron agradablemente de cuánto habían ahorrado. De hecho habían terminado el primer mes con la cuenta sin números rojos como era habitual. Aprendieron a administrar sus recursos, aprendieron a distinguir entre lo necesario y lo accesorio y comprobaron que adoptando esos nuevos hábitos de consumo y sacándole todo el partido a lo que tenían no necesitaban comprar cosas nuevas y podían ahorrar. Viviendo con lo necesario eran aún más felices que antes.  Descubrieron que bastaba con  un solo producto para mantener su casa limpia y que se podía desinfectar simplemente con un poco de lejía diluida en agua. Nunca más jurarían en vano que no era posible ahorrar.
Durante el confinamiento también comprobaron que habían podido trabajar desde casa. Habían aprendido a planificar actividades, a organizar su tiempo y a trabajar por objetivos. También descubrieron que en sus ratos libres podían estudiar cosas nuevas, aprender cosas nuevas y recuperaron antiguos hobbys y a hacer cosas con las manos y con el resto de la familia.
Aunque seguían añorando salir a hacer deporte en exteriores y reunirse con los amigos, cada día le sacaban más provecho a la “nueva normalidad”. Trabajadores y empresas le descubrían más ventajas al teletrabajo, los colegios se formaban para extender la teleformación y todos aprendimos que estar en casa no era sinónimo de sedentarismo y aburrimiento. Los científicos no habían parado de investigar y de buscar una vacuna que funcionara. También probaban medicamentos con efectos secundarios aceptables que pudieran contener al Covid-19 y llegó in día en que….
¡EUREKA!… ¡Encontraron la cura!.
Mientras fabricaban medicamentos y vacunas para todos, empezamos a salir del confinamiento poco a poco y, unos antes y otros más tarde.
Al principio salíamos con temor. Algunos parecía que habían adquirido el síndrome de Estocolmo y se quedaban voluntariamente en casa. Los jóvenes son los primeros que salieron a hacer deporte, a pasear por la calle y a entrar en las tiendas y lugares cerrados. Algunos no usaban mascarilla, como si la cosa no fuera con ellos. No pensaban que podían ser portadores asintomáticos y podían contaminar a los demás. Los mayores, los más afectados por la covid-19, les recriminaban con su mirada, aunque en silencio, su actitud incívica. Algunos abuelos incluso amenazaron con retirarles la paga. La mayoría reemprendió sus actividades fuera del domicilio con prudencia, incorporaron las mascarillas, algunas de diseño, a sus actividades sociales y guardaban la distancia de seguridad.
A las pocas semanas nos dimos cuenta de que había sucedido algo extraordinario. La mayoría preferimos el nuevo mundo que encontramos al que habíamos dejado atrás, hacía unos meses. Muchos de nuestros viejos hábitos se habían extinguido y dieron paso a otros nuevos. Cada pequeño gesto de amabilidad era ahora algo normal y querido y no hacía falta pedirlo o buscarlo. Salía del interior de la mayoría. Nos comportamos más cívicamente, no tirábamos basuras al suelo, andábamos por nuestra derecha, siempre había asientos libres en los transportes para quien lo necesitara...
- Pero… ¿porqué tuvo que venir un virus para que la gente se volviese a juntar y a pensar en los demás, además de en ellos mismos?
- Bueno, a veces hijo mío, tienes que enfermar para poder regenerarte y darte la oportunidad de empezar a sentirte mejor...
Anda hijo, acuéstate y sueña con mañana y todas las cosas que podemos hacer. Y quién sabe, quizá si sueñas con ganas muchas de esas cosas bonitas, que te hacen verdaderamente feliz, puedan volverse realidad.
Desde entonces celebramos aquella época y las Naciones Unidas establecieron un día para celebrar lo que llamaron “el Gran Descubrimiento”. Y sí, desde entonces, ha habido muchos descubrimientos, pero esa es la historia de cómo empezó todo a principios del año 2020.
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Narración redactada a partir del poema visual "The Great Realisation" del artista y poeta "Probably Tomfoolery” y adaptado para nuestro país.