lunes, 20 de abril de 2015

Un debate incómodo

La economía es una disciplina que suele pasar desapercibida para las multitudes hasta que las cosas van mal. Sólo entonces, cuando una economía se enfrenta a una crisis y miles de personas pierden su trabajo o los precios suben demasiado o caen demasiado deprisa, tendemos a prestarle atención. No toda la que merece, porqué la descripción que de ella hizo Thomas Carlyle a mediados del siglo XIX —Una materia triste, árida y, de hecho, bastante vil y penosa, a la que podríamos llamar, la ciencia lúgubre.— ha calado hondo en la mayoría de los ciudadanos. En esos momentos sin duda alguna parece bastante funesta, en especial cuando oímos a quien insiste en los retos y las restricciones que la mayoría tenemos que asumir. La realidad nos recuerda que no podemos tener todo lo que queremos y que los seres humanos somos criaturas inherentemente imperfectas.

  La economía no es simplemente un estudio de cifras, estadísticas y teorías; es más bien el estudio de las personas. Es una indagación de cómo la gente triunfa, de qué la hace feliz o contenta, de cómo la humanidad ha logrado a lo largo de generaciones hacerse más saludable y próspera de lo que nunca había sido.
  La economía examina lo que impulsa a los seres humanos a hacer lo que hacen, y observa cómo reaccionan cuando se enfrentan a la dificultad o al éxito. Investiga las elecciones que la gente hace cuando tiene un conjunto limitado de opciones y cómo sopesa los pros y contras de cada una. Es un estudio que integra historia, política y psicología, añadiendo algunas ecuaciones. Si la tarea de la historia es decirnos qué errores cometimos en el pasado, corresponde a la economía averiguar cómo podemos hacer las cosas de forma diferente la próxima vez. Lograr ese cometido es otra cuestión, porqué debemos tener siempre presente que cada uno de nosotros somos los que tomamos nuestras decisiones y sirve de poco echar la culpa a los demás o darles toda la responsabilidad de nuestros actos a los otros.
  Hace pocos años los mercados internacionales se vieron superados por el efecto acumulado de unos créditos que, si llegan a pagarse, tardarán décadas en hacerlo. Algunos de los bancos más grandes y antiguos del mundo se derrumbaron, y algunos comerciantes y fabricantes quebraron. Como todas, esta crisis tenía muchos aspectos novedosos: involucraba nuevos instrumentos financieros de gran complejidad y se producía en un contexto económico inédito, pues por primera vez desde el final de la guerra fría, la posición de Estados Unidos como superpotencia mundial resultaba cuestionada. Sin embargo, en el fondo era muy similar a muchas de las crisis pasadas. 
  Muchas personas afirman que la economía sirve de muy poco porqué está comprobado que las personas podemos cometer los mismos errores una y otra vez. No está de más recordar que si alguien llega a viejo y no ha sido capaz de aprender de sus errores, es muy tonto, muy vago o carece de la responsabilidad y fuerza de voluntad necesaria.

Los datos avalan que el conocimiento que las personas han adquirido a lo largo de los siglos sobre la mejor forma de manejar nuestras economías nos ha hecho a todos, tal vez no más inteligentes, aunque si más “ricos” en bienes materiales, más saludables y más longevos de lo que nuestros antepasados podían imaginar. Esto no es en absoluto gratuito. Basta mirar a los países del África subsahariana y de ciertas partes de Asia, donde las personas siguen viviendo en las mismas condiciones en que lo hacían los europeos en la Edad Media y arriesgan continuamente su vida por huir de unas condiciones de vida paupérrimas, del miedo de morir en las guerras o de las enfermedades que asolan sus entornos y tal vez por una esperanza de poder disfrutar la oportunidad de vivir donde y en las condiciones que muchos no valoran. Muchas veces, estas gentes disgustadas con las condiciones de vida que disfrutan donde han nacido, resulta que personalmente han aportado poco más que haber tenido la suerte de haber nacido en nuestro entorno, durante unas décadas, privilegiado.     
  Muchas personas no son conscientes que este privilegio y prosperidad no ha estado nunca garantizada de por vida. A menudo se piensa que los logros alcanzados en las cuestiones económicas, son perpetuos y sólo pueden mejorar con el tiempo (como se pensaba de los precios de la vivienda). Así es la naturaleza humana. Muchos economistas intentan disipar esas falsos espejismos, aplicando poco más que sentido común al explicar sus ideas apoyados en datos y gráficos. No obstante, ésa es una labor altamente impopular. 
  A mucha gente nos horroriza la pérdida y nos negamos tercamente a aceptar la verdad. Otros, por su falta de conocimientos, impulsividad y tendencia a los actos de fe, les es más fácil creer lo que no es verdad. Tanto el primer comportamiento como el segundo son dos formas de ser engañados…
  Para evitar “creer lo que no es verdad” hay que escuchar y leer las opiniones de economistas, profesores, expertos en finanzas, empresarios y políticos; y estudiar la excelente literatura económica disponible en las estanterías de las librerías y, más excitante aún, en Internet. Siempre es prudente recordar oír o leer no es lo mismo que escuchar y comprender; y que tener acceso a mucha información, no es lo mismo que saberlo todo, para así poder decidir, con conocimiento de causa, como actuar libre y responsablemente. Hace años que, apabullados por tanta información, la mayoría de gente sólo lee titulares y por ello sólo son aparentemente libres para escoger entre unas pocas opciones concretas que inteligentemente les sirven los “poderosos”. Algo así como sucede cuando vamos a un restaurante (carta), cine (cartelera), librería (lista de más leídos) , etc. 
  Hay que pensar y, si tenemos un experto a mano, plantear preguntas inquisitivas acerca de por qué actuamos como lo hacemos; rechazando la sabiduría convencional; teniendo en cuenta que las cosas de la vida, incluso las más sencillas, son más complejas de lo que parecen.

Más nos vale protegernos de los cantos de sirena y saber leer correctamente la situación si queremos cambiar el curso de la historia. Al menos de nuestra historia personal. Es absolutamente necesario un cambio de conciencia, de pensamiento y de conductas y este cambio sólo es posible con una comprensión radicalmente diferente de lo que somos y de cuál es el modelo económico y social que puede satisfacer mejor nuestras necesidades.   
  Recordemos que para quien no sabe a que puerto se dirige, ningún viento le será jamás favorable. Siempre llegará a donde otros, que sí lo tienen claro, deseen arrastrarles. Y de poco servirá quejarse ni echarles la culpa al capitalismo o al liberalismo, gritar y odiar a los codiciosos empresarios y banqueros ni despotricar en la plaza contra los políticos por muy inútiles y corruptos que sean.
©JuanJAS

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