Leer nos proporciona placer y puede además transportarnos a otros mundos; nadie que haya vivido alguna vez la experiencia de perder la noción de espacio y de tiempo mientras estaba inmerso en un libro lo discutiría. Sin embargo, la idea de que la lectura pueda ser también una fuente de placer, o principal objetivo sea estimular el placer, es relativamente reciente: apareció tímidamente en el siglo XVII para imponerse luego con más fuerza en el siguiente durante la Ilustración.
Lectura peligrosaCuando la fiebre de la lectura comenzó a hacer estragos entre las damas del siglo XVIII, primero en la metrópolis parisina y después en las provincias más apartadas, se puso de moda pasearse con un libro en el bolsillo. El fenómeno irritó a ciertos contemporáneos e hizo entrar rápidamente en escena a partidarios y críticos. Los primeros preconizaban una lectura útil, que debía canalizar el «furor por la lectura», como se llamó entonces a ese fenómeno social, para transmitir los valores de virtud y favorecer la educación. Sus adversarios conservadores, en cambio, sólo veían en la lectura desenfrenada una nueva prueba de la imparable decadencia de las costumbres y del orden social. Así, por ejemplo, el librero suizo Johann Georg Heinzmann llegó incluso a considerar la manía de leer novelas como la segunda calamidad de la época, casi tan funesta como la Revolución francesa. Según él, la lectura había acarreado «en secreto» tanta desgracia en la vida privada de los hombres y las familias como la «espantosa Revolución» en el dominio público.

Sin embargo, esos propósitos moralizadores no pudieron contener la marcha triunfal de la lectura. En el fondo, todo esto está relacionado con el hecho de que el placer de leer, que entre los siglos XVII y XIX se extendió no sólo por Europa sino también por América, no fue una revolución propiamente dicha. La génesis del comportamiento lector debe, por el contrario, inscribirse en el contexto de los tres profundos cambios que, según el sociólogo americano Talcott Parsons (1902-1979), marcan el proceso de formación de las sociedades modernas. Además de la industrialización y la democratización, se produce también una revolución pedagógica a través de una ola de alfabetización que ha abarcado todas las capas de la población, y gracias a la ampliación continuada de los tiempos de escolarización, que en la actualidad se extienden con frecuencia más allá de los veinticinco años. Pero la acción combinada de esos tres procesos, que contribuyó a modelar naturalmente el comportamiento lector, no hizo más que acelerar y completar una tendencia que se desarrolló durante un período mucho más largo.
Lectura silenciosa
El escándalo que inflamó con tanta violencia al clan de los moralizadores contra el fenómeno de la lectura intensa y excesiva, fue que se hacía «en privado», y con ello «no públicamente». Escapaba al control de la sociedad y las comunidades más próximas, como la familia, la esfera social inmediata y la religión. La lectura silenciosa indujo y favoreció ese giro positivo, al establecer una relación íntima y secreta entre el libro y su lector. Leer en silencio ahorra tiempo y permite además al lector una relación ininterrumpida con el texto, que disimula ante los demás y del que se convierte en exclusivo propietario.

La emancipación de la lectura silenciosa se completó en primer lugar en el círculo de los
copistas monacales y sólo más tarde se difundió en los círculos universitarios y en el entorno de las aristocracias ilustradas, para entonces extenderse muy gradualmente a otros grupos de población, gracias al progreso de la alfabetización.
copistas monacales y sólo más tarde se difundió en los círculos universitarios y en el entorno de las aristocracias ilustradas, para entonces extenderse muy gradualmente a otros grupos de población, gracias al progreso de la alfabetización.
A la práctica de la lectura silenciosa se podía también ligar la idea de una relación directa del individuo con la divinidad, tal como había sido difundida por Lutero. Entre 1686 y 1720, la Iglesia luterana de Suecia pone en marcha, con el apoyo de las autoridades civiles, una campaña de alfabetización que se hizo famosa. No sólo se declaraba oficialmente que la adquisición de la capacidad lectora era una condición indispensable para ser miembro de la Iglesia, sino que había también controladores que rastreaban minuciosamente el país para verificar los niveles de conocimiento. Pero la población, que se había vuelto así experta en lectura, no se contentó con utilizar sus nuevas capacidades para demostrar sus conocimientos del catecismo: las aprovechó también para adquirir conocimientos profanos. Sobre todo las personas, que gracias a un folleto distribuido por las autoridades sanitarias pudieron asimilar un conocimiento elemental sobre la higiene y el cuidado de los lactantes. La considerable disminución de la mortalidad infantil constatada durante las décadas siguientes puede entonces considerarse como una consecuencia tardía de esa campaña de alfabetización. Si el número de niños que sobrevivía los primeros años de vida se incrementaba, las personas no se veían obligadas a traer tantos nuevos niños al mundo, y la ausencia de esa obligación les proporcionaba nuevos espacios de libertad que podían consagrar, por ejemplo, a leer e instruirse en silencio. El hecho de que Suecia siga siendo el país más progresista en ese terreno puede haber tenido su origen en esa época.

Lectura femenina

Lectura anárquica
Son sobre todo dos los grupos sociales que en el futuro serían responsables de la revolución del comportamiento lector: los jóvenes intelectuales y las personas adineradas. Ambos busacaban nuevos textos, no tanto para imponerlos utilizándolos contra las viejas autoridades sino impulsados por la necesidad de comprenderse y definirse a sí mismos, tanto en el ámbito privado como en el social. Los dos grupos disponían de suficiente tiempo libre: los jóvenes intelectuales burgueses, porque el mundo socialmente inmóvil en el que vivían les había cortado con frecuencia cualquier posibilidad de ascenso; las esposas y las hijas de la burguesía, porque con la mejora de su posición económica disponían de personal de servicio y, en consecuencia, también de tiempo libre o al menos, durante el día, de intervalos que podían destinar a la lectura. Incluso las criadas y las doncellas pudieron beneficiarse de ese bienestar y de esos momentos de descanso. Porque el hogar de sus señores estaba equipado con costosa iluminación que les permitía leer de noche y, a veces, les quedaba además algo de dinero para conseguir libros en préstamo. (En 1800, los precios de los libros eran exorbitantes: por el equivalente al precio de una novela recién publicada, una familia hubiera podido alimentarse de una a dos semanas.)

tristeza o el entusiasmo, los lectores estaban ávidos de ese sentimiento de autoestima que provocaba la lectura. Lo que ellos anhelaban era el placer de saborear su propia agitación emocional porque esa experiencia les proporcionaba una conciencia nueva y placentera de sí mismos que el mero cumplimiento de los roles sociales que les habían sido asignados jamás les podría hacer sentir. La mayor parte del tiempo, eso no suscitaba eco alguno en su entorno inmediato, y si lo producía se encontraba rápidamente con vivas resistencias (esto me suena). En Madame Bovary, Flaubert ha descrito magistralmente la intensidad de la exigencia de felicidad desencadenada por la lectura novelesca, al mismo tiempo que el carácter insuperable del rechazo que provoca. Son los libros que lee los que le permiten a Emma Bovary imaginar lo que ella habría podido vivir, pero las exigencias a las que ella pretende desde ahora someterse y someter su existencia son imposibles de conciliar con su vida real. Y eso la conduce a la catástrofe.

En la actualidad, los últimos abogados de una lectura reglamentada son los pedagogos y los licenciados en ciencias humanísticas. Considerando en particular la competencia a la que los medios audiovisuales someten las publicaciones tradicionales en materia de entretenimiento e información, el libro parece ocupar una posición condenada de antemano. Desde la liberalización de las prácticas de la lectura entre los siglos XVII y XIX, cada uno es libre de decidir no sólo qué leer y cómo hacerlo, sino también de elegir el lugar de
la lectura. Ahora se puede leer donde uno quiera: preferentemente en casa, hundido en un sillón, tumbado en la cama o en el suelo, pero también al aire libre, en un parque o en la playa o durante un viaje, en el tren o en el metro. ¡Oportunidades no faltan!
la lectura. Ahora se puede leer donde uno quiera: preferentemente en casa, hundido en un sillón, tumbado en la cama o en el suelo, pero también al aire libre, en un parque o en la playa o durante un viaje, en el tren o en el metro. ¡Oportunidades no faltan!

Leer en la cama

La intimidad de la lectura
Leer es un acto de aislamiento amable. Leyendo nos volvemos inaccesibles de una manera discreta. Tal vez sea justamente eso lo que, desde hace tanto tiempo, incita a los pintores a representar seres leyendo, a mostrar a esos seres en un estado de profunda intimidad que no está destinado al mundo exterior.
La lectura intensiva es la exploración de nuestra libertad creadora. Pero….
¿Sabemos qué hacer con esa libertad?
Tal vez para no esforzarse en buscar una respuesta a esta pregunta, es por lo que mucha gente no lee y consume grandes cantidades de “soma”* en formato audiovisual.
©JAS2012* El escritor Aldous Huxley (1894-1963) bautizó como “soma” a una droga que consumen los personajes de su novela “Un mundo feliz”. Esta droga era una especie de antidepresivo que hacía que la gente olvidara sus penas.
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