Podríamos resumir que hay tres maneras de concebir las relaciones político-sociales: la socialdemócrata, la conservadora y la libertaria.
La versión socialdemócrata presenta esas relaciones en términos de “opresores” vs. “oprimidos”. En su versión tradicional, sería trabajadores vs capitalistas; más modernamente, ricos vs pobres; en términos de ideología de género, varones vs mujeres…
La versión conservadora: “civilización” vs “barbarie”, “orden” vs “desorden”, “reglas” vs “improvisación”.
La versión libertaria (liberal clásica): “libertad” vs “coacción” o “poder”.
¿Qué pasa con los inmigrantes?
Los primeros dicen: están oprimidos por sus gobiernos, por los plutócratas, por el capitalismo globalizado, por la policía de fronteras, por los campos de refugiados… Hay que encontrar una lugar donde puedan ir.
Los segundos dicen: no se puede permitir que vayan donde quieran, que no cumplan la ley, que perturben las comunidades tradicionales de nuestros países.
Los terceros: que vayan a donde quieran, pero, eso sí, que se hagan cargo de sus asuntos, que no quieran que les financiemos su decisión.
Me parece que esta manera de ver los problemas es útil para entender las distintas posiciones. Lo difícil es dialogar, una vez hemos llegado a la conclusión de que tú piensas como piensas mientras que yo pienso de otra manera. Lo “fácil” es plantear concesiones, pero esto continúa la dialéctica del enfrentamiento. Me parece que lo que hay que hacer es, principalmente, tratar de entender al otro, y que el otro me entienda a mí. ¿Qué entiendes por opresión, por barbarie, por coacción?
Pienso que la única solución es abandonar las categorías colectivas: tú eres comunista, socialdemócrata, conservador, libertario, antisistema, catalán, xarnego, rico, pelagatos, listo, inculto,… Porque, probablemente, cada uno de nosotros es muchas cosas al mismo tiempo: una cosa cuando hablamos de tráfico, otra cuando lo hacemos de pensiones, otra con la educación y otra con el derecho a la muerte digna… Cuando “etiquetamos” dentro de una categoría a los demás basados en estereotipos y faltos de una comprensión de la historia y principios de esa persona ponemos una seria traba al diálogo desde el principio.
En muchos lugares la gente no se entiende, sencillamente porque ni siquiera se escucha. Conocemos a mucha gente, y no dedicamos tiempo, ni medios, ni ganas a conocerlos con un cierto detalle. Les etiquetamos de acuerdo a un estereotipo que nos formamos sobre ellos: españolista, separatista, conservador, de izquierdas, cristiano, antisistema, trabajador, vago,… y nos ahorramos todo lo demás. Solo nos esforzamos algo en “conocer” a dos tipos de personas: aquellas con las que tenemos que convivir, y aquellas con las que estamos de acuerdo. Con las primeras profundizamos en aquellas cosas que nos interesan de ellas y dejamos las demás. Con las segundas nos encontramos cómodos y refuerzan nuestras “creencias”, hablamos con ellos, les seguimos en redes sociales…
¿Por qué nos encontramos cómodos con estos últimos? Probablemente, porque las fricciones son mínimas: podemos hablar de muchas cosas, compartir gustos y aficiones, socializarnos (criticamos a “los otros”)… sin que la máquina chirríe. Como dicen algunos sociólogos, somos de la misma tribu. A menudo, la tribu se limita a unas cuantas cosas: somos hinchas del mismo club, compartimos un ideario político, nos gustan las mismas películas… Mientras hablemos solo de esas cosas, la relación funcionará bien. El peligro de las tribus es que pronto aparece el “ellos” contra “nosotros”: ser de la misma tribu implica mirar a los demás como extraños, y quizás como enemigos. La tribu lleva a agrupar la gente por lealtades: a una idea, un interés, un líder…
Es curioso que esto ocurra en una época en la que hemos prescindido de la verdad: no existe, no puede ser conocida, tú tienes tu verdad y yo tengo la mía… El relativismo no nos ha traído el acuerdo, sino la confrontación, quizás porque, si no existe la verdad, no tiene objeto hablar sobre eso, porque, a lo más, llegaremos a una situación de choque frontal o, lo que puede ser peor, quizás tú me convenzas de tu verdad… y entonces me complicas la vida porqué, si soy coherente conmigo mismo, deberé cambiar lo que he hecho hasta ahora. Problema añadido si tengo una buena autoestima y pienso que he llegado hasta donde estoy por méritos propios y no tengo nada que reconocerle a nadie.
Tal vez una solución a este problema de falta de entendimiento que nos perjudica es apartar la vista de nuestro ombligo y mirar más allá de nuestra tribu y tomarse en serio a las personas que puede que estén en otras tribus o militen más o menos por libre. Ese que piensa distinto, que es “de los otros”, es una persona, tiene una historia, tiene sus ilusiones y sus temores, es “otro yo”. ¿Qué tengo en común con él? Quizás vale la pena que le conozca… aunque a lo mejor me complica la vida, si resulta que acabo entendiendo por qué piensa de otra manera y deduzco que lo que yo pensaba no es la verdad absoluta… Esto no resulta fácil de aplicar en grandes cantidades, pero sí de uno en uno, o de unos pocos en unos pocos. Abrámonos. Dejemos de odiar por el solo hecho de que no es de nuestra tribu. Saludemos a otros y ampliemos nuestra lista de conocidos. Preguntémonos por qué piensan distinto y porqué hacen lo que hacen…
Parece que el interés particular de cada uno ha pasado a ser lo más importarte y por ello es difícil establecer acuerdos y entenderse con otros que tienen otros intereses. Ahí está el error, pensar que nuestra tribu satisfará sus intereses sola que empleando la inteligencia emocional para llegar a acuerdos, no ideales pero sí mutuamente beneficiosos, con las otras tribus. Mientras no nos liberemos de la trampa mental y de la falta de empatía que nos impide escuchar y evaluar las ideas y creencias de otros y, con nuestra actitud, consigamos que los “otros” se liberen de la suya, no saldremos del conflicto permanente que nos impide avanzar como individuos y como sociedad.
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