La higiene en la Edad Antigua
Curiosamente, en la Antigüedad los seres humanos no eran tan “sucios”. Conscientes de la necesidad de cuidar el cuerpo, los romanos pasaban mucho tiempo en las termas colectivas bajo los auspicios de la diosa Higiea, protectora de la salud, de cuyo nombre deriva la palabra higiene. Esta costumbre se extendió a Oriente, donde los baños turcos se convirtieron en centros de la vida social, y pervivió durante la Edad Media. En las ciudades medievales, los hombres se bañaban con asiduidad y hacían sus necesidades en las letrinas públicas, vestigios de la época romana, o en el orinal, otro invento romano de uso privado; y las mujeres se bañaban y perfumaban, se arreglaban el cabello y frecuentaban las lavanderías. Lo que no estaba tan limpio era la calle, dado que los residuos y las aguas servidas se tiraban por la ventana a la voz de “agua va!”, lo cual obligaba a caminar mirando hacia arriba.
En la Edad Media no existían cepillos de dientes, perfumes, desodorantes y mucho menos papel higiénico. En aquella época, los abanicos no se usaban por el calor, sino por el mal olor que exhalaba el cuerpo de las personas por debajo de los vestidos. Las ropas se confeccionaban pesadas para contener los olores de las partes íntimas.
Como no había agua corriente en las casas, la gente sólo se bañaba de tarde en tarde. De tarde en tarde se calentaba agua y se vertía en una bañera. En ella se bañaba primero el padre de la familia, luego los otros hombres de la casa por orden de edad, y después las mujeres, también en orden de edad. Al final los niños, y los bebés los últimos.
Como no había agua corriente en las casas, la gente sólo se bañaba de tarde en tarde. De tarde en tarde se calentaba agua y se vertía en una bañera. En ella se bañaba primero el padre de la familia, luego los otros hombres de la casa por orden de edad, y después las mujeres, también en orden de edad. Al final los niños, y los bebés los últimos.
La higiene en la Edad Moderna
Ni siquiera la nobleza avanzó mucho en lo que a la higiene se refiere respecto a la Edad Media.
¿Sabíais que Versalles, quizás el palacio más importante y lujoso de Francia, no tenía baños?.
Hoy en día en Versalles uno se maravilla con sus jardines, enormes y hermosos, pero en la época en que se crearon, eran más usados como retretes que admirados. En las fiestas promovidas por la realeza se reunía una gran cantidad de personas y como no había baños, los cortesanos debían “buscarse la vida” por entre los setos.
¿Sabíais que Versalles, quizás el palacio más importante y lujoso de Francia, no tenía baños?.
Hoy en día en Versalles uno se maravilla con sus jardines, enormes y hermosos, pero en la época en que se crearon, eran más usados como retretes que admirados. En las fiestas promovidas por la realeza se reunía una gran cantidad de personas y como no había baños, los cortesanos debían “buscarse la vida” por entre los setos.
En tiempos de Luis XIV las damas más entusiastas del aseo se bañaban como mucho dos veces al año, y el propio rey sólo lo hacía por prescripción médica y con las debidas precauciones, como demuestra este relato de uno de sus médicos privados: “Hice preparar el baño, el rey entró en él a las 10 y durante el resto de la jornada se sintió pesado, con un dolor sordo de cabeza, lo que nunca le había ocurrido... No quise insistir en el baño, habiendo observado suficientes circunstancias desfavorables para hacer que el rey lo abandonase”. Con el cuerno prisionero de sus miserias, la higiene se trasladó a la ropa, cuanto más blanca mejor. Los ricos se “lavaban” cambiándose con frecuencia de camisa, que supuestamente absorbía la suciedad corporal.
Los médicos del siglo XVI creían que el agua, sobre todo caliente, debilitaba los órganos y dejaba el cuerpo expuesto a los aires malsanos, y que si penetraba a través de los poros podía transmitir todo tipo de males. Incluso empezó a difundirse la idea de que una capa de suciedad protegía contra las enfermedades y que, por lo tanto, el aseo personal debía realizarse “en seco”, sólo con una toalla limpia para frotar las partes visibles del organismo. Un texto difundido en Basilea en el siglo XVII recomendaba que “los niños se limpiaran el rostro y los ojos con un trapo blanco, lo que quita la mugre y deja a la tez y al color toda su naturalidad. Lavarse con agua es perjudicial a la vista, provoca males de dientes y catarros, empalidece el rostro y lo hace más sensible al frío en invierno y a la resecación en verano.
Si viviéramos en el siglo XVIII, nos bañaríamos una sola vez en la vida y nos empolvaríamos los cabellos en lugar de lavarlos con agua y champú.
La higiene en la Edad Contemporánea
El escritor Sandor Marai, nacido en 1900 en una familia rica del Imperio Austrohúngaro, cuenta en su libro de memorias Confesiones de un burgués que durante su infancia existía la creencia de que “lavarse o bañarse mucho resultaba dañino, puesto que los niños se volvían blandos”. Por entonces, la bañera era un objeto más o menos decorativo que se usaba “para guardar trastos y que recobraba su función original un día al año, el de San Silvestre. Los miembros de la burguesía de fines del siglo XIX sólo se bañaban cuando estaban enfermos o iban a contraer matrimonio”. Esta mentalidad, que hoy resulta impensable, era habitual hasta hace poco y al andar por las calles tendríamos que dar saltos para no pisar los excrementos esparcidos por el suelo. (En el siglo XXI hay que seguir dando saltos, no para evitar cacas humanas, pero si de los perros)
Pero para lugares inmundos, pocos como las ciudades europeas de principios d ela Edad Contemporánea antes de que llegara la revolución hidráulica del siglo XIX. Carentes de alcantarillado y canalizaciones, las calles y plazas eran auténticos vertederos por los que con frecuencia corrían riachuelos de aguas servidas. En aumentar la suciedad se encargaban también los numerosos animales existentes: ovejas, cabras, cerdos y, sobre todo, caballos y bueyes que tiraban de los carros. Como si eso no fuera suficiente, los carniceros y matarifes sacrificaban a los animales en plena vía pública, mientras los barrios de los curtidores y tintoreros eran foco de infecciones y malos olores.
Todo se reciclaba. Había gente dedicada a recoger los excrementos de los pozos negros para venderlos como estiércol. Los tintoreros guardaban en grandes tinajas la orina, que después usaban para lavar pieles y blanquear telas. Los huesos se trituraban para hacer abono. Lo que no se reciclaba quedaba en la calle, porque los servicios públicos de higiene no existían o eran insuficientes. En las ciudades, las tareas de limpieza se limitaban a las vías principales, como las que recorrían los peregrinos y las carrozas de grandes personajes que iban a ver al Papa en la Roma del siglo XVII, habitualmente muy sucia. Las autoridades contrataban a criadores de cerdos para que sus animales, como buenos omnívoros, hicieran desaparecer los restos de los mercados y plazas públicas, o bien se encomendaban a la lluvia, que de tanto en tanto se encargaba arrastrar los desperdicios.
Tanta suciedad no podía durar mucho tiempo más y cuando los desagradables olores amenazaban con arruinar la civilización occidental, llegaron los avances científicos y las ideas ilustradas del siglo XVIII para ventilar la vida de los europeos. Poco a poco volvieron a instalarse letrinas colectivas en las casas y se prohibió desechar los excrementos por la ventana, al tiempo que se aconsejaba a los habitantes de las ciudades que aflojasen la basura en los espacios asignados para eso. En 1774, el sueco Karl Wilhehm Scheele descubrió el cloro, sustancia que combinada con agua blanqueaba los objetos y mezclada con una solución de sodio era un eficaz desinfectante. Así nació la lavandina, en aquel momento un gran paso para la humanidad.
En el siglo XIX, el desarrollo del urbanismo permitió la creación de mecanismos para eliminar las aguas residuales en todas las nuevas construcciones. Al tiempo que las tuberías y los retretes ingleses (WC) se extendían por toda Europa, se organizaban las primeras exposiciones y conferencias sobre higiene. A medida que se descubrían nuevas bacterias y su papel clave en las infecciones —peste, cólera, tifus, fiebre amarilla—, se asumía que era posible protegerse de ellas con medidas tan simples como lavarse las manos y practicar el aseo diario con agua y jabón. En 1847, el médico húngaro Ignacio Semmelweis determinó el origen infeccioso de la fiebre puerperal después del parto y comprobó que las medidas de higiene reducían la mortalidad. En 1869, el escocés Joseph Lister, basándose en los trabajos de Pasteur, usó por primera vez la antisepsia en cirugía. Con tantas pruebas en la mano ya ningún médico se atrevió a decir que bañarse era malo para la salud.
En el siglo XIX, el desarrollo del urbanismo permitió la creación de mecanismos para eliminar las aguas residuales en todas las nuevas construcciones. Al tiempo que las tuberías y los retretes ingleses (WC) se extendían por toda Europa, se organizaban las primeras exposiciones y conferencias sobre higiene. A medida que se descubrían nuevas bacterias y su papel clave en las infecciones —peste, cólera, tifus, fiebre amarilla—, se asumía que era posible protegerse de ellas con medidas tan simples como lavarse las manos y practicar el aseo diario con agua y jabón. En 1847, el médico húngaro Ignacio Semmelweis determinó el origen infeccioso de la fiebre puerperal después del parto y comprobó que las medidas de higiene reducían la mortalidad. En 1869, el escocés Joseph Lister, basándose en los trabajos de Pasteur, usó por primera vez la antisepsia en cirugía. Con tantas pruebas en la mano ya ningún médico se atrevió a decir que bañarse era malo para la salud.
Las bodas se celebraban al comienzo del verano. La razón era sencilla: el primer baño del año se tomaba en mayo, entonces en junio el olor de las personas aun era tolerable. Asimismo, como algunos olores ya empezaban a ser molestos, las novias llevaban ramos de flores al lado de su cuerpo en los carruajes para disfrazar el mal olor. Así nació la tradición del ramo de novia.
Los techos de las casas no tenían entretecho. En las vigas de madera se criaban animales: gatos, perros, ratas y otros. Cuando llovía las goteras forzaban a los animales a bajar. De ahí nació la expresión “It’s raining cats and dogs” típica anglosajona.
Los envenenamientos y el velatorio
Los envenenamientos y el velatorio
La gente más rica tenía platos de estaño. Ciertos alimentos oxidaban el material. Esto unido a la falta de higiene de la época hacia que fuese muy frecuente que mucha gente muriese envenenada. Los tomates, que son ácidos, provocaban este efecto y fueron considerados tóxicos durante mucho tiempo. En los vasos ocurría lo mismo. El contacto del vaso de estaño con el whisky o cerveza, hacia que la gente entrara en un estado neuroléptico producido tanto por la bebida como por el estaño. Alguien que viese a alguien en ese estado podía pensar que estaba muerto y ya preparaban el entierro. El cuerpo era colocado sobre la mesa de la cocina durante algunos días y pasaba con la familia mientras ellos comían y bebían esperando que volviese en sí. Este fue el origen del velatorio que hoy se hace junto al cadáver.
Los lugares para enterrar a los muertos eran pequeños y no había siempre suficiente sitio para todos. Los ataúdes eran abiertos y retirados los huesos para meter otro cadáver. Los huesos eran retirados a un osario. A veces al abrir los ataúdes, se percibía que el enterrado había arañado la tierra, había sido enterrado vivo.
En esta época surgió la idea de agarrar a la muñeca del difunto un hilo, pasarlo por un agujero del ataúd y atarlo a una campanilla sobre la tierra. Si el individuo estaba vivo, sólo tenía que tirar del hilo. Así sonaría la campanilla y desenterrado, porque por las dudas una persona se quedaba al lado del ataúd durante unos días. De esta acción surge la expresión salvado por la campana y no, como muchos piensan, que se originó en el boxeo.
Si alguien conoce alguna curiosidad similar a estas, me encantaría que las compartiera escribiéndolas en un comentario a esta entrada.
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